Experiencia al borde de la muerte

Tras el ascenso por la vertiente del Rupal en el Nanga Parbat – con un desnivel de cuatro mil quinientos metros, la pared de roca y hielo más alta de la Tierra – un vivac en la zona de la muerte sin ningún abrigo y la obligación insoslayable de tener que descender con mi hermano afectado de mal de altura por la para nosotros desconocida vertiente de Diamir, supe que aquello era nuestro fin. Sin embargo, al principio me resistí a admitir que teníamos que morir, y fuimos descendiendo metro a metro, buscando continuamente una «última salida». Mucho más abajo, entre los seracs del extremo superior del espolón de Mummery y en plena fase de ira y rebelión -«Por qué tiene que pillarnos aquí y ahora»-, encontré un medio de escurrirnos entre los bloques de hielo tan altos como campanarios. Después, cuando mi hermano disminuyó de nuevo su ritmo y el terreno se hizo más imprevisible y peligroso, busqué desesperado, subiendo y bajando una y otra vez, una posibilidad de seguir, sólo para retrasar el fracaso final unas cuantas horas más. «Si todavía conseguimos pasar por ahí estoy dispuesto a morir».
Caí en una profunda depresión después de que mi hermano quedara sepultado por un alud al pie de la pared. Me separé  psicológicamente de él y, poco a poco, también de mis camaradas de expedición. Por último me separé de mi madre. Finalmente, bajando como en trance por la cabecera del valle de Diamir – descalzo y sin haber comido nada desde hacía cinco días, y habiendo caído sin conocimiento al menos una vez – sentí como si se me quitara un peso de encima, sin miedo. Todo me daba igual. Tenía que morir y me dispuse a entregarme a mi destino.
Horas después, echado bajo un árbol en los pastos de montaña de Nagaton y rodeado de campesinos y pastores, me sumí de nuevo en la depresión. Pero los estados de ánimo que había experimentado antes ya no volvieron. Esta experiencia en el Nanga Parbat me hizo ver claro que el miedo a la muerte disminuye cuando más te acercas a ella. Para ello se requiere en todo caso una absoluta conformidad con el fin inevitable.
Ahí ya no existía el miedo ante la interrogación del paso a lo desconocido, ninguna duda, sólo la realidad de la muerte que había pasado a pertenecerme.
Desde que experimenté aquella vivencia la muerte tiene un nuevo significado para mí. Anteriormente no la había aceptado, pero a partir de ese momento la tuve muy presente sin sentirme agobiado por ello.
Todas las promesas de consuelo imaginables, extraídas de mis clases de religión cristiana, no pudieron liberarme del miedo a la muerte, sólo lo hizo aquella resignación al propio final. En este proceso no me pregunté ni por un momento si la muerte sería el final, o bien el comienzo de una nueva dimensión vital. Sentí la muerte como algo perteneciente a mi vida, y comprendí que ella y yo formábamos la unidad y la nada.
Reinhold MESSNER en «La zona de la muerte: terreno fronterizo». 

Recuerdos ……

Una excursión realizada el 18 de mayo de 1975.
Estoy cerrando una puerta. Me dispongo a ir a casa. En ese preciso momento oigo una voz que me llama. Es extraño. No conozco a mucha gente del lugar. Tampoco creo que me conozca mucha gente. En fin. Doy marcha atrás y espero saber qué se desea de mí. Por aquel entonces tenía 13 años. Era, además, algo o, mejor dicho, bastante tímido.
– «¿Quieres venir de excursión? Nos sobra un sitio.»
El que me proponía la salida me era conocido. Estaba de profesor en mi colegio. Sabía, por otro lado, que era aficionado al alpinismo y estaba organizando actividades con el departamento de educación física del colegio. Se llamaba PK.
Norbert, que es amigo de mi padre desde hace muchos años, me acompañó a casa en coche. Así ganábamos tiempo para salir cuanto antes. Como previamente había llamado a mis padres por teléfono al llegar a mi casa ya lo tenía todo preparado para la marcha. Cargamos con todo y nos fuimos inmediatamente al punto de partida.
En total formamos un grupo de nueve personas y nos desplazamos en dos coches particulares.
Josep M., Narcís y Xavier son de mi curso.
A la ida, una vez queda atrás Olot entramos en la monstruosa carretera de curvas que nos llevará a Sant Salvador de Bianya donde pensamos pernoctar. Como siempre me mareo a mitad de camino y a la hora de cenar, algo indispuesto, no tengo mucho apetito por lo que dejo la materia funjible para el día siguiente. Pedro hizo de las suyas (nadie sabe tantos chistes como él). Como siempre acabamos acostándonos. El lugar en el que dormimos ya me era conocido de excursiones anteriores. Las excursiones que había hecho anteriormente se habían circunscrito por la zona.
El día siguiente estuvo lleno de experiencias. Nunca hasta la fecha había realizado una salida a la alta montaña, me había puesto unas botas de montaña ni había usado un piolet. Fue mi estreno.
Albert, como la casi mayoría de los que integramos el grupo, no está muy experimentado y a pesar de ser mayor que nosotros es como uno más. Es de Palafrugell. No le conocía hasta que realizamos esta excursión juntos.
La verdad es que lo de la alta montaña me afectó un poco y no me acuerdo de muchas cosas. Puedo citar que la altura produce un enrarecimiento del oxígeno debido a la baja presión y que como no estaba acostumbrado me cogió «la pájara» o «mal de muntanya» y no me dejó que acabara la marcha que teníamos prevista. Recuerdo, eso si, que salimos del pueblo de Tregurà de Dalt y nos dirijimos directamente a Els Tres Pics (2529 m) y por la cresta llegamos hasta el Pastuira. Yo me quedé en la falda, en el collado, reponiendo fuerzas para el regreso que sería por el mismo camino de la ida. El camino de vuelta se me hizo más llevadero puesto que estuvo Joan todo el rato a mi lado animándome.
Empezaba en ese momento mi nueva afición. Nuevos amigos. Nadie diría entonces la enorme cantidad de aventuras que me quedaban por realizar. El imprevisible destino no avisa, actúa cuando debe y se acabó.
© Miquel J. Pavón i Besalú. Año 2.000.