Hay muchos informes, cursilerías y tópicos en la literatura alpina que trata el tema de las experiencias de caídas o de impresiones personales. Y continua Reinhold Messner ….
«Contiene toda una serie de clichés sobre el alpinismo extendidos desde hace ya más de un siglo, mucho fulgor de la aurora, mucho ser felices, pero muy pocas impresiones personales o espirituales.
Creo que hay muchos alpinistas atrapados por esta suerte de cursilería alpina. De puras ansias de conquista. ‘¡He de llegar a la cumbre!’, no son capaces de encontrarse a sí mismos, o bien por una vergüenza mal entendida, ‘eso no se cuenta’, lo silencian todo respecto a su mundo interior.
Si antiguamente la gran desconocida era la montaña, hoy lo es para mí el ser humano con sus miedos, sus sueños y sus diferentes niveles de consciencia.
La diferencia entre lograr el objetivo y quedarse en el camino se describe muchas veces con palabras como ‘valor temerario’, ‘amor a las montañas’, ‘miedo’ o ‘la suerte de la cumbre’. Cuando alguien ha alcanzado una nueva actitud ante el hecho de morir, a partir de ese momento escalará las paredes despreciando a la muerte y el camiante solitario que quiere ‘ver el semblante de la muerte’, cuelga de un desplome sólo con los brazos, las piernas en el aire.
No es de extrañar que muchos de los que están al margen de todo esto nos vean como a unos seres con ‘comportamientos simiescos’ (Spiegel sobre los alpinistas) y meneen dubitativamente la cabeza ante el alpinismo. ¡Cuándo renunciarán las personas a conquistar la Naturaleza (las montañas), a sojuzgarla, a forzarla, ….. a violarla y a destruirla con ello!»
Estoy junto a la gran panza de la cara sur del Goldkappel, asegurado por mi compañero mediante la doble cuerda. Tanteo hacia arriba con la mano derecha y me agarro a una regleta de bordes afilados. Me alzo tirando de ella con precaución. Entonces oigo un crujido leve y siento cómo la presa cede algo. ¡¿Se rompe?! Siento una sacudida como si fuera una descarga eléctrica: ¡Me despeño, es el final ….! ¡¡No te caigas!! A la velocidad del rayo lanzo la mano en dirección a una escama minúscula que hay encima de mi, pero se astilla. La siguiente, la tercera, todas se rompen …..
Mis pies todavía descansan sobre sus presas debajo del extraplomo, pero las manos ya no tocan la roca. Un puño gigantesco tira de mi cuerpo hacia atrás. No debo dar una vuelta de campana, de espaldas no, no tengo que caer cabeza abajo. ¡Tengo que saltar lejos de la roca!
Todo mi ser se rebela contra esta idea descabellada y clama para no perder el leve contacto con la roca, para poder sujetarse todavía, para lograr salvarme. Pero mi instinto es más fuerte y me obliga a actuar. Me impulso con las piernas en dirección contraria a la pared. Por el aire, fuera, hacia el abismo terrible y despiadado …..
Comienza el atroz y vertiginoso viaje a los infiernos. Aún percibo por completo lo terrible de la situación y soy consciente de lo que sucede a mi alrededor: una breve detención. Comprendo que la primera clavija ha saltado. El segundo. Golpeo contra la roca y sigo resbalando hacia abajo. Todavía intento detenerme, aferrarme a ella, pero una fuerza primigenia sigue impulsándome incesantemente hacia abajo. Estoy perdido. Se acabó …..
Y de pronto ya no siento ningún miedo, el temor a la muerte me ha abandonado, todos los estímulos y las percepciones sensoriales han desaparecido. Sólo más vacío, una completa resignación dentro de mí y la noche a mi alrededor. De hecho ya no estoy «cayendo», sino que floto suavemente sobre una nube por el espacio, liberado de mis ataduras a la tierra, redimido. ¿Nirvana ….?
¿He atravesado ya la puerta oscura que conduce al reino de los muertos? De repente llegan la claridad y el movimiento a la oscuridad que me rodea. Unas líneas se desprenden de las ondas de luz y sombra, vagas y difuminadas al principio, van adoptando ahora formas reconocibles: naturalistas – figuras y caras humanas, un entorno habitual desde hace mucho tiempo. Una película muda en blanco y negro centellea como si se proyectara sobre una pantalla interior. Yo me veo en ella como si fuera un espectador: me dirijo trotando a la tienda de la esquina con apenas tres años de edad. Las pequeñas manos sujetan firmemente la moneda que me ha dado mi madre para que me compre algunos dulces. Cambio de escena: siendo un niño pequeño, mi pierna derecha queda debajo de unos tablones que caen. Mi anciano abuelo, apoyado en un bastón, se esfuerza por levantar los tablones. Mi madre refresca y acaricia mi pie contusionado.
Dos sucesos éstos, de los que yo no me había acordado nunca más.
Centellean más imágenes de mi primera niñez, rápidamente cambiantes, fraccionadas, revueltas como si las viera a través de un caleidoscopio. La cinta de celuloide se ha roto: serpientes de luz atraviesan como relámpagos un fondo negro y vacío. Círculos de fuego, chispas que se esparcen, trémulos fuegos fatuos (¿Me golpearía el cráneo contra la pared?).
La cinta corre de nuevo, pero sus proyecciones ya no proceden de mi vida actual, y ya no me veo sobre la «pantalla» como un mero espectador inactivo. He salido de la película, ahora actúo por mi mismo, vivo y de carne y hueso sobre un escenario que se hace cada vez más grande. Soy un escudero con librea blasonada de pie en una gran sala de caballeros. Nobles en trajes de ceremonia, castellanas de punto en blanco, pajes. Las copas pasan de mano en mano, colorida animación.
Esto pasa como si hubiera sido segado. Nuevas imágenes turbulentas de ese tiempo tan lejano se sacuden convulsas. Ahora parece como si éstas se deshicieran de una cáscara y debajo aparece un motivo pleno de paz y sosiego: camino detrás de un arado de madera por una ancha y llana tierra de labor. Barcos de nubes navegan sobre mí.
Un abrupto fundido en negro al fragor de una batalla extraños jinetes salvajes de largas cabelleras hirsutas cargan al ataque, vuelan las jabalinas. Angustias mortales.
Y todo ello sin un sonido, fantasmal.
De pronto, un grito llega desde la lejanía: «¡Hias!» – y otra vez – «¡Hias, Hias! ¿Una llamada interior? ¿La de alguno de mis camaradas en el combate? Súbitamente dejan de existir la batalla de caballeros y las angustias de la muerte. Sólo paz a mi alrededor y unas rocas soleadas ante mis ojos que ya se han abierto. La película ha terminado, la claqueta se ha cerrado. La ventana abierta a las profundidades del pasado ha quedado nuevamente atrancada. Y una vez más el grito lleno de pánico: «¡Hias, Hias! ¿Estás herido? ¿Cómo estás?» La llamada viene de este mundo, viene de arriba, del amigo que me asegura.
¿Qué cómo estoy? De nuevo me encuentro en una situación peculiar. Cuelgo amarrado a dos cuerdas sobre el abismo como si fuera un saco de harina, me balanceo y me retuerzo en busca de aire. Entonces por fin comprendo que he superado una caída de 30 metros, que he retornado de un largo viaje retrospectivo por mi vida -¿También por una vida anterior?-, y que he regresado a mi cuerpo de nuevo …..
Cuando pienso de vez en cuando en esta dramática escalada en cabeza en la que la dama de la guadaña intentó atraparme en dos ocasiones, me llama la atención sobre todo la curiosa «película» que se proyectó durante la caída sobre una «pantalla interior». Todavía resulta incomprensible que resurgieran acontecimientos sucedidos en mi niñez más temprana, cuando más o menos comenzaba a razonar. Pero la «historia» que se produjo a continuación, la cual reflejaba sucesos que tenían que haberse desarrollado hacía siglos en la vida de mis antepasados. ¿Eran simples y casuales productos de la fantasía, imágenes oníricas sin ninguna relación con la realidad, o eran recuerdos transmitidos genéticamente? Al menos es posible, incluso probable, que mis antepasados vivieran algo similar. ¿Reflejaban quizás experiencias reales vividas por ellos? ¿Impresiones perdurables almacenadas durante generaciones en las capas más profundas de la psique y transmitidas como una herencia desconocida en la relación sexual? ¿Acaso se rompió una válvula bajo la tremenda presión espiritual durante la caída, permitiendo que estas impresiones almacenadas ascendieran de nuevo hacia la consciencia por los sifones de lo subliminal? ¿Las enseñanzas de Buda sobre la reencarnación? Hay cosas entre el cielo y la tierra de las que los sabios nada quieren saber, pero sin embargo, poco a poco, habrán de ser reconocidas ……
Tras el ascenso por la vertiente del Rupal en el Nanga Parbat – con un desnivel de cuatro mil quinientos metros, la pared de roca y hielo más alta de la Tierra – un vivac en la zona de la muerte sin ningún abrigo y la obligación insoslayable de tener que descender con mi hermano afectado de mal de altura por la para nosotros desconocida vertiente de Diamir, supe que aquello era nuestro fin. Sin embargo, al principio me resistí a admitir que teníamos que morir, y fuimos descendiendo metro a metro, buscando continuamente una «última salida». Mucho más abajo, entre los seracs del extremo superior del espolón de Mummery y en plena fase de ira y rebelión -«Por qué tiene que pillarnos aquí y ahora»-, encontré un medio de escurrirnos entre los bloques de hielo tan altos como campanarios. Después, cuando mi hermano disminuyó de nuevo su ritmo y el terreno se hizo más imprevisible y peligroso, busqué desesperado, subiendo y bajando una y otra vez, una posibilidad de seguir, sólo para retrasar el fracaso final unas cuantas horas más. «Si todavía conseguimos pasar por ahí estoy dispuesto a morir».
Caí en una profunda depresión después de que mi hermano quedara sepultado por un alud al pie de la pared. Me separé psicológicamente de él y, poco a poco, también de mis camaradas de expedición. Por último me separé de mi madre. Finalmente, bajando como en trance por la cabecera del valle de Diamir – descalzo y sin haber comido nada desde hacía cinco días, y habiendo caído sin conocimiento al menos una vez – sentí como si se me quitara un peso de encima, sin miedo. Todo me daba igual. Tenía que morir y me dispuse a entregarme a mi destino.
Horas después, echado bajo un árbol en los pastos de montaña de Nagaton y rodeado de campesinos y pastores, me sumí de nuevo en la depresión. Pero los estados de ánimo que había experimentado antes ya no volvieron. Esta experiencia en el Nanga Parbat me hizo ver claro que el miedo a la muerte disminuye cuando más te acercas a ella. Para ello se requiere en todo caso una absoluta conformidad con el fin inevitable.
Ahí ya no existía el miedo ante la interrogación del paso a lo desconocido, ninguna duda, sólo la realidad de la muerte que había pasado a pertenecerme.
Desde que experimenté aquella vivencia la muerte tiene un nuevo significado para mí. Anteriormente no la había aceptado, pero a partir de ese momento la tuve muy presente sin sentirme agobiado por ello.
Todas las promesas de consuelo imaginables, extraídas de mis clases de religión cristiana, no pudieron liberarme del miedo a la muerte, sólo lo hizo aquella resignación al propio final. En este proceso no me pregunté ni por un momento si la muerte sería el final, o bien el comienzo de una nueva dimensión vital. Sentí la muerte como algo perteneciente a mi vida, y comprendí que ella y yo formábamos la unidad y la nada.
Reinhold MESSNER en «La zona de la muerte: terreno fronterizo».