El alpinismo visto como una adicción

Anhelo -codicia- ansia existencial.
Pienso que el juvenil deseo deportivo de llenar una lista de rutas con itinerarios famosos que «hay que hacer» va palideciendo con el paso de los años. Esta especie de codicia hace estragos en muchos clubes alpinos y resulta típica de nuestro modo de pensar occidental orientado hacia el rendimiento y la competitividad.
En el polo opuesto se encuentra el anhelo existencial, el deseo de vivir intensamente. Este incremento del tono vital es la base de la eufórica felicidad de la que tantos alpinistas hablan una y otra vez. El deseo resultante de vivir una y otra vez este estado puede culminar  en una «atracción de las alturas» y frecuentemente en una necesidad de permanecer arriba en ese estado de liberación y felicidad similar al nirvana.
Reinhold MESSNER en «La zona de la muerte».
 
Leyendo ahora a Messner veo que llega a la misma conclusión que llegué yo de joven. Era socio del CEC y quería formar parte del grupo de escalada del CADE porque en él había un ambiente con el que me sentía identificado por la juventud de sus miembros y su manera de pensar. Cuando hice mi petición mi sorpresa fue que fui rechazado porque tenía que justificar haber hecho una lista incomprensible de heroicidades alpinas. Me duró poco las ganas de cumplirlas. Y, lo curioso del caso es que en el momento que cumplí lo que me habían requerido sobradamente se me habían quitado las ganas y, evidentemente, renuncié voluntariamente volver a formular mi petición. Por algo será ….

Galayos

Es una zona para la práctica de la escalada muy interesante. Sólo he estado de paso y no puedo ofreceros gran cosa. De todas formas os pongo la foto que tengo en la que se ve a mano derecha la Torre Amézua y a la izquierda la Punta María Luisa desde su cara sur. La foto está hecha el día 9 de noviembre de 1981.
© Miquel J. Pavón i Besalú. Año 2.002.

Experiencia al borde de la muerte

Tras el ascenso por la vertiente del Rupal en el Nanga Parbat – con un desnivel de cuatro mil quinientos metros, la pared de roca y hielo más alta de la Tierra – un vivac en la zona de la muerte sin ningún abrigo y la obligación insoslayable de tener que descender con mi hermano afectado de mal de altura por la para nosotros desconocida vertiente de Diamir, supe que aquello era nuestro fin. Sin embargo, al principio me resistí a admitir que teníamos que morir, y fuimos descendiendo metro a metro, buscando continuamente una «última salida». Mucho más abajo, entre los seracs del extremo superior del espolón de Mummery y en plena fase de ira y rebelión -«Por qué tiene que pillarnos aquí y ahora»-, encontré un medio de escurrirnos entre los bloques de hielo tan altos como campanarios. Después, cuando mi hermano disminuyó de nuevo su ritmo y el terreno se hizo más imprevisible y peligroso, busqué desesperado, subiendo y bajando una y otra vez, una posibilidad de seguir, sólo para retrasar el fracaso final unas cuantas horas más. «Si todavía conseguimos pasar por ahí estoy dispuesto a morir».
Caí en una profunda depresión después de que mi hermano quedara sepultado por un alud al pie de la pared. Me separé  psicológicamente de él y, poco a poco, también de mis camaradas de expedición. Por último me separé de mi madre. Finalmente, bajando como en trance por la cabecera del valle de Diamir – descalzo y sin haber comido nada desde hacía cinco días, y habiendo caído sin conocimiento al menos una vez – sentí como si se me quitara un peso de encima, sin miedo. Todo me daba igual. Tenía que morir y me dispuse a entregarme a mi destino.
Horas después, echado bajo un árbol en los pastos de montaña de Nagaton y rodeado de campesinos y pastores, me sumí de nuevo en la depresión. Pero los estados de ánimo que había experimentado antes ya no volvieron. Esta experiencia en el Nanga Parbat me hizo ver claro que el miedo a la muerte disminuye cuando más te acercas a ella. Para ello se requiere en todo caso una absoluta conformidad con el fin inevitable.
Ahí ya no existía el miedo ante la interrogación del paso a lo desconocido, ninguna duda, sólo la realidad de la muerte que había pasado a pertenecerme.
Desde que experimenté aquella vivencia la muerte tiene un nuevo significado para mí. Anteriormente no la había aceptado, pero a partir de ese momento la tuve muy presente sin sentirme agobiado por ello.
Todas las promesas de consuelo imaginables, extraídas de mis clases de religión cristiana, no pudieron liberarme del miedo a la muerte, sólo lo hizo aquella resignación al propio final. En este proceso no me pregunté ni por un momento si la muerte sería el final, o bien el comienzo de una nueva dimensión vital. Sentí la muerte como algo perteneciente a mi vida, y comprendí que ella y yo formábamos la unidad y la nada.
Reinhold MESSNER en «La zona de la muerte: terreno fronterizo».