Los sábados, normalmente, nos solemos reunir con mis hermanos en casa de mi madre para comer. Uno de estos sábados llego tarde. Tarde porque llegar a comer minutos después de las dos significa casi quedarse sin aperitivo. Yo llegaba de escalar la vía de la cala del Molí en St. Feliu de Guíxols con un aspecto horroroso. Motivo por el cual tuve que explicar lo que había hecho. No me suele gustar decir donde he estado ni el itinerario que he seguido porque hago montaña sin ánimo de fanfarronear de mis proezas con nadie. Lo único que me gusta es dar a conocer mis experiencias a quien le pueda servir para organizarse sus propios planes y excursiones. La cuestión es que se supo que había hecho esta vía ferratta. Muy bonita como podreis ver en las fotos. Al cabo de unas pocas semanas en otra comida familiar de los sábados me comunicaron una triste notícia. Había salido en el periódico de Girona «El Punt» que en esta vía de escalada había muerto un escalador al despeñarse acantilado abajo. Me guardo mi crítica visceral hacia los medios de información que sólo les gusta hablar de montañeros o escaladores muertos y no hablan nunca de montaña. Yo lo que quiero es dedicar esta crónica a este montañero o montañera anónima para mí muerta en esta vía y recomendar a todos los que la vayan a realizar que extremen las medidas de precaución habituales en este tipo de itinerarios.
Hice el itinerario solo. Es decir, sin ir con un grupo de amigos pero me encontré una vez allí más acompañado que nunca. A juzgar por el «overbooking» que había hay que criticar ahora a los organismos oficiales por no crear más itinerarios de este estilo en nuestra bella Costa Brava. Es muy penoso tener un único itinerario a día de hoy y un increíble número de aficionados de esta modalidad deportiva. Combinación que hace esta evidente masificación. A juzgar por la gente debería haber ya unos diez o doce itinerarios más disponibles con el objeto de que la gente se repartiera más y no vernos todos apelotonados en el mismo y único itinerario.
Para llegar al inicio del itinerario hay que ir al pueblo de Sant Feliu de Guíxols que está situado en la província de Girona. Una vez se llega a St. Feliu hay que llegar hasta el mismo Passeig del Mar. Si tenemos el mar a nuestro frente ir hacia la izquierda con el objeto de cojer la antigua carretera que va a Sant Pol. Pasada la discoteca Las Vegas subimos por la citada carretera y nos encontraremos muy pronto una curva muy pronunciada a la izquierda de la que sale la calle Sicilia. En esta curva hay el hotel Hipócrates. Si seguimos por la calle Sicilia veremos un mirador con una especie de techo a mano derecha. Justo en este mirador sale hacia abajo un camino que nos conducirá montaña abajo hasta el inicio de la vía. Está tan mal indicado que no hay indicaciones por ningún lado. Tanto la subida como la bajada tiene ya cuerdas y agarraderos de seguridad. El final de la vía llega justo a este mismo punto. Hay un cartel que recomienda realizar el itinerario en un sentido y conviene respetarlo dado la gran afluencia de gente. Esta vía ferratta está muy bien equipada aunque para mí tiene un inconveniente grave y es que los agarraderos para las manos son de acero muy liso y muy resbaladizo con el sudor de las manos y la sal del mar. Es por este motivo que es muy recomendable llevar unos guantes o magnesio. Hay que contar unas dos o tres horas para realizar todo el recorrido puesto que hay que seguir el ritmo de la gente y se va perdiendo algo de tiempo en cada uno de los pasos más complicados. Hay que mentalizarse que no se pueden llevar las prisas de la ciudad. También conviene citar que hay varios puntos en los que se puede terminar la ruta sin necesidad de realizarla toda por completo. En varias ocasiones el itinerario supera extraplomos por lo que la fuerza de brazos es muy importante. Yo creo que la dificultad de este itinerario es bastante alto y hay que tener muy bien dominado el tema del vértigo.
ESTA CRÓNICA TRATA DE EXPLICAR CÓMO MIGUEL J. PASÓ A LA FAMA EN EL COLEGIO MAYOR. Crónica de la ascensión al Peñalara (2430 metros).
Todo empieza en el desayuno. La actividad del mayor se empieza a oír. Como siempre el encargado de las comidas pregunta al personal lo habitual: ¿tarde?, ¿pronto?, ¿normal?… Y es un martes 16 de julio cuando el encargado oye algo poco común. Es Miguel quién da la nota excepcional, pide ni más ni menos que doce comidas de excursión para un día y a la hora de merendar. Él toma nota de lo pedido y de momento ya hay una gestión resuelta.
Pasan las horas y la gente se apunta y desapunta con una rapidez inverosímil y nunca visto. Total, a la hora de la merienda están dispuestos a salir siete personas y al acabar la merienda ya no quiere salir nadie. El día es magnífico, ¡qué capacidad de raje!
A las nueve, tras una reunión de urgencia se deciden a salir seis son: Emilio, Manolo, Pedro, Ramón, José Carlos y Miguel. En dos minutos se hacen las mochilas, se cogen las tiendas de campaña, mantas, las comidas y Ramón se hace con un brazalete que no viene al caso lo que ponía en él.
Después de un cortísimo diálogo entre Miguel y Ramón y motivados por la pereza optamos por dejar las tiendas en el colegio ya que Miguel recuerda un lugar, cercano a Cercedilla, en el que podremos pernoctar. El uno de mayo había dormido en un refugio que estaba en el antiguo campamento de la OJE. Después de avisar a José Carlos que empezábamos a salir, cojimos todos los bártulos y nos dirijimos al autobús. Ramón parecía que se iba a una manifestación, con sus vaqueros, playeras y brazalete. Manolo se camuflaría perfectamente entre los guerrilleros de Biafra. Pedro no hacía más que preguntar. Emilio parecía que iba a participar a algún número de un festival. Miguel llevaba una indumentaria himaláyica y el centro de todas las guasas pasó a ser el calzado: las botas de montaña.
Como es usual entramos a la estación de Chamartín a todo correr. José Carlos batiendo el récord en puntualidad aún llegó más tarde. Al fin ya estábamos instalados en el último tren que salió hacia Cercedilla. El viaje fue para todos sensacional, hubo quienes se pusieron a contemplar el anochecer, otros intercambiaron opiniones políticas, también hubo quien aprovechó la ocasión para conocer gente nueva y cómo no, que mejor ocasión en el tren y de excursión al monte puede haber para repasar algo del Millán Puelles.
Así que llegamos al final del trayecto. Nos bajamos y preparamos las cosas para empezar a andar. Atención, es de noche, luego hará falta una linterna. Ni corto ni perezoso Miguel saca la frontal y después de encenderse un instante se apaga para no volver a lucir en el resto de la noche. Ha logrado aguantar todas las pruebas que le somete Emilio y se niega a lucir. La bombilla se ha fundido. Da igual, Miguel recuerda bien el camino y la Luna brilla lo suficiente para poderse orientar.
Hay un cierto clima de desconfianza y de buen humor. Miguel empieza a andar en dirección al túnel y es necesaria una buena argumentación del caso para convencer a los demás que realmente el camino va por allí. Efectivamente, después de unos zigzags nos situamos por encima del túnel, pasamos a través de unos chalets y llegamos a la carretera. Cruzamos más tarde una valla que se utiliza para que no se escape el ganado de esa zona y empezamos a andar por un camino de herradura que circunvala el pueblo. Al hacerse éste demasiado largo y al oír siempre de Miguel que tuviéramos paciencia, ya queda poco, son sólo cinco minutos, … empezaron de nuevo los disturbios. En este ambiente aparece un coche que viene en dirección contraria. Pedro con su enorme afán de preguntarlo todo va y para el coche, les interroga y obtiene de ellos información del emplazamiento del campamento. Parece que existe tal lugar, el coche venía de allí, hay un atajo que se coje a unos 100 metros, al lado de un poste de la luz. Andamos un poco y después de cruzarnos con animales vacunos cogemos el susodicho camino.
Ya no se ve casi nada. El camino asciende a través del bosque. Miguel recuerda de la vez anterior que pasamos cerca de un riachuelo y ésta vez también se oye el ruido del mismo. Andamos en fila india. Hay cierto temor. Ramón recuerda a Miguel que no nos separemos mucho y para evitarlo Miguel se sitúa detrás de la comitiva. El camino asciende por una áspera pendiente. Un momento. Se ha parado la cabeza de la expedición. ¿Qué pasa?, pregunta Miguel a Ramón. Llegan noticias del grupo de cabeza. Hay un toro durmiendo en mitad del camino. Silencio. Miguel decide ver cómo se puede pasar sin despertar al animal. Avanza adelantando a los demás que están parados sin decir nada. Efectivamente, es un gran animal. Miguel se acerca y lo rodea con sumo cuidado. Silencio absoluto. Y … con un grito, precedido de algunos tacos Miguel exclama: «son unos vulgares matojos». Sin más encuentros desafortunados seguimos avanzando. Era más tarde de medianoche. Después de mucho andar se vuelven a amotinar las gentes. Miguel afirma que ya queda poco y todos los demás, unánimemente, propugnan que nos hemos equivocado de camino, además tienen un argumento a su favor: se ven las luces de un campamento allí, en la colina vecina. Miguel acepta volver hacia atrás dado la hora que es y al ver como posibilidad el dormir con los de ese campamento.
Pasamos a toda velocidad por los matojos antes citados y al poco llegamos a la carretera. Avanzamos un poco y nos encontramos un enorme poste eléctrico y una senda que subió constantemente al lado del río. Llegamos al campamento. Era el sitio dónde había estado Miguel unos meses antes.
Nos acercamos a la tienda de los jefes del campamento y tratamos de advertir nuestra presencia. No viene al caso citar la hora exacta, creo que será suficiente decir que ya era muy tarde. Pretendíamos que nos dejaran dormir en alguna tienda de las que ya tenían instaladas. Bebimos del agua que nos ofrecieron y optamos por hacer lo que nos aconsejaron: ir a otro campamento a preguntar puesto que el refugio también lo usaban ellos. Mantuvimos una conversación con los cocineros, gracias a Pedro que quiso cerciorarse de nuevo por dónde teníamos que ir; y esta vez consiguió que nos encendieran todas las luces del comedor para que viéramos algo de camino.
Íbamos ya hacia el segundo campamento de la zona, el de Icona. El otro anterior era de profesores y estudiantes de Educación Física. A mitad de camino se nos cruza un Land-Rover pilotado por el encargado o algo semejante del campamento que ya habíamos visitado. Sería muy largo de explicar, resumiendo, podemos decir que inició la conversación Pedro, quería saber dónde estaba el campamento del Icona — tenía sobre su cabeza un enorme cartel que ponía: «ICONA» y detrás había una enorme cantidad de tiendas de campaña; a lo mejor no lo había visto —. El señor del Land-Rover nos dijo que no convenía dormir debajo de un árbol ya que la zona estaba llena de toros bravos y que como los demás campamentos también estaban llenos lo mejor que podíamos hacer era ir a Cercedilla de nuevo y dormir en la estación. Después de un «si buana» por nuestra parte se fue. El campamento del Icona estaba totalmente vacío. Habría más de treinta tiendas a nuestra disposición. Después de unos pequeños y poco importantes altercados entre nosotros estábamos cenando en mitad del campamento a la luz de una vela y con la intención de ir a dormir en la segunda tienda empezando por la derecha. Hacía mucho frío. Nos cenamos casi toda la comida que llevábamos. Algunos decían que era mejor estar allí por si venía alguien a echarnos. Así podría ver que no teníamos intención de dormir en el campamento, simplemente queríamos cenar allí y no nos habíamos apercatado de que hubiese ninguna tienda a nuestro alrededor. Era lógico.
Después de cenar nos distribuimos por la tienda y luego algunos nos fuimos a contemplar las estrellas durante un rato, que se alargó al estar entre mantas y con un ambiente bastante agradable. Al fin, después de una gratísima tertulia nos fuimos todos a la tienda. Pedro sacó un pijama y Emilio resurgió. No paró de cachondearse durante un buen rato, Manolo inmediatamente entró en resonancia y se organizó un cisco que se prolongó hasta altas horas de la noche. Se metieron de nuevo con todos. Sería larguísimo.
Suena el despertador, hay que regresar a Cercedilla, todos se levantan rápidamente puesto que hemos pasado una noche con mucho frío y el que menos tiene todas las marcas de las maderas sobre las que habíamos dormido. Miguel sale el primero de la tienda, ve que será un día espléndido y … ¡NO! Sorpresa, había a menos de seis metros una cabaña llena a rebosar de colchonetas y mantas. Después de no pocos comentarios y de beber el agua de la fabulosa fuente que había al lado de la cabaña nos fuimos a Cercedilla. Casi perdemos el funicular. Llegamos sin incidentes a Cotos. Compramos una botella de vino y nos desayunamos todo lo que nos quedaba de comida. Conviene decir que se acordó con cinco votos a favor y uno en contra llamar «Cerro de Huertopavones» al lugar que recorrimos la noche anterior sin encontrar el campamento prometido tan insistentemente.
Se formaron dos grupos para subir al Peñalara: Miguel y Ramón subieron por el camino hasta el collado que forma el Peñalara con las Dos Hermanas, pasaron por el refugio y la laguna; y el otro grupo, formado por los demás expedicionarios, decidieron crestear desde el principio coronando, así, las Dos Hermanas. Nos reunimos, de nuevo, en el collado y ya desde allí subieron a la cima: Pedro, Manolo, José Carlos y Miguel invirtiendo desde la estación hasta la cumbre un total de 1 hora y 37 minutos. Se quedaron en el collado Ramón y Emilio descansando sobre una tartera de piedras. Al llegar Miguel de regreso al collado Ramón, que se encontraba tumbado literalmente sobre las piedras, ve una lagartija y ni corto ni perezoso pide a Miguel que le dé rápidamente una piedra para matarla ….
Tras un cambio de impresiones de decide bajar, a lo bruto, hacia La Granja. Miguel prefiere bajar por el camino puesto que el último tramo tiene mucha vegetación y sería fácil perderse y no llegar en muchas horas al destino. Como lo que impera es la democracia bajamos todos por el sitio de máxima pendiente. Aparte de todos los comentarios que hubo al respecto, Miguel decidió a partir de entonces dejarse llevar por dónde dijeran los demás y dedicarse a contemplar el paisaje. Quedé asombrado de lo llano que es la Meseta Castellana, no di crédito a lo que veía, empecé a comprender que los profesores de geografía no exageran ni un milímetro. Si alguien quiere comprobarlo le recomiendo que se suba al Peñalara y no dará fe a lo que vea. Es fabulosamente plana.
Llegamos al bosque y decidieron parar un poco. Después de ponderar qué árbol sería el mejor escogieron el que estaba rodeado de más pinchos y plantas variadas. Tanto da. Son pequeñeces sin trasfondo. Había interés por saber a la hora que llegaríamos a La Granja. Al decir Miguel que no llegábamos ni a la hora de cenar se apostó sobre la marcha una cerveza. Miguel propugna que no llegamos a La Granja a la hora de cenar y los demás unánimemente creen que sí llegaremos. Es todo un duelo de titanes.
La bajada es larga de explicar. Con tal de ganar la apuesta nos metimos por todos los sitios posibles y por algunos de imposibles. Llegamos a marchar por caminos que llevaban el sentido contrario, otros que subían y siempre con un Sol de justicia que animaba al equipo expedicionario. A medio andar paramos de nuevo. Al lugar se le llamó para la posteridad: «Lavapies».
Ya, al entrar al pueblo, se veía que se había ganado la apuesta a Miguel. Es lógico que hubiera cierto clima de alegría. La cuestión es que tardamos para ir del Peñalara hasta La Granja de San Ildefonso un total de 4 horas. Entramos en el pueblo cantando la conocidísima canción de … «en la granja los animales se divierten como tales …» y le seguía un extraño enfado de los residentes del lugar.
A todo esto nos encontramos a Carlos y sus huestes. Emilio se avalanzó sobre ellos y les dijo: «os sobra algo de comer, llevo desde el desayuno sin comer nada …». Saciado ya, recuerda son conocidos y procura tener un detalle de agradecimiento para con ellos. Carlos vista la situación que presentamos prefiere ignorarnos y hacer como que no nos conoce. Así es. No tardaron en desaparecer. Nos dejaron, eso sí, la comida que les quedaba y creo recordar que nos preguntaron si queríamos que nos pidiesen una cena tarde. ¿Por qué sería? Al día siguiente nos contaron que se fueron a Segovia en taxi.
Averiguamos dónde salía el autobús y a qué hora. Nos sobraba tiempo. Acabábamos de perder uno. Decidieron que era la hora de ajustar las cuentas. Había una deuda pendiente: la cerveza apostada. Aprovechamos también para comer. Cerveza, chocolate, pasas y manzanas fue toda la comida-aperitivo. Desde luego, no fue todo lo abundante que hubiéramos deseado.
Al ir a pagar las cervezas Miguel vió en el interior de la mochila una luz muy brillante. «Una luciérnaga, se me ha metido en la mochila una luciérnaga», exclamaba. Al intentar sacarla del interior cual fue su sorpresa cuando comprobó que la citada luciérnaga no era ni más ni menos que la linterna que se negó a lucir en toda la noche anterior.
Para calmar los ánimos fuimos a visitar los jardines de La Granja de San Ildefonso que han pertenecido hasta hace poco a todas las dinastías reales para su uso y disfrute. Al entrar nos empezó a seguir el guarda. Tras unos intentos fallidos de esquivarle nos alcanzó. Nos dijo: «no están permitidos los bultos en este recinto, si hicieran el favor, me podrían acompañar hasta este almacén y guardarlos allí durante la visita». Como era una buena idea la aplaudimos y le acompañamos. Dejamos las mochilas y cinco pesetas a cambio de una monedilla de plástico con un número impreso en ella. Un jardinero nos estuvo contando cosas acerca de los jardines. Emilio y Manolo se pasaron toda la visita imitando posiciones de las estatuillas de las fuentes. Se nos acabó el tiempo, fuimos a por las mochilas y los demás bártulos. Les dimos la monedilla y a cambio nos dieron todos los bultos que habíamos dejado. Pedro estaba algo perplejo y antes de que preguntara nada nos lo llevamos a rastras. Quería saber por qué no se nos había devuelto también las cinco pesetas …
Llegamos a la ventanilla del autobús. No quedan billetes. Hay que esperar al próximo. Como el próximo era al día siguiente Ramón, hombre de experiencia, supo utilizar métodos que al tratar con hispanos son infalibles. Efectivamente, qué casualidad, quedaban ni más ni menos que seis billetes por vender … Todo resuelto. Subimos al bus y llegamos a Segovia hacia las 7.30. De nuevo la experiencia triunfó sobre la audacia de Emilio. Quedaban diez minutos para que saliera el tren. En un tramo de 200 metros se preguntó a casi todo el mundo si realmente íbamos bien para llegar a la estación. Emilio en la carrera se adelantó un poco y entró en una tienda para comprar vino, pan y chorizo. Pidió medio kilo de chorizo y al ver que la señora empezaba a cortarlo a rodajas se impacientó.
Llegamos a la estación corriendo. Emilio con la comida recién comprada. El último tren a Madrid del día ya entraba por el andén. José Carlos va a distraer un poco al maquinista dándole conversación. Manolo al jefe de la estación. Pedro introduce las mochilas lo más lentamente que puede. Ramón está pagando todos los billetes. Y Miguel está rellenando el cupón para que le hagan el descuento por ser de familia numerosa. Todos esperando a que Miguel rellene el cupón en cuestión. Finalmente, subimos todos al tren.
Comimos lo que compró Emilio y después de estar parados a la luz de la Luna y a unos 20 kilómetros de Chamartín unas cuantas horas llegamos a Madrid con un retraso ya usual en las líneas de ferrocarril españolas.
Esperamos el autobús unos tres cuartos de hora y al ver que no pasaba preguntamos al conductor de otra línea que sucedía. Nos confirmó lo que nos suponíamos. El último pasó a media noche y ese autobús era también el último y nos dejaba a mitad de camino. Hubo que hacer un último pequeño paseo a pie para llegar.
Una vez nos abrieron la puerta, cosa que se logró despertando a medio colegio mayor, nos duchamos en los vestuarios y cenamos ya al fin. Tranquilamente.
José Carlos una vez lo dejamos en la estación también tuvo sus problemas para llegar a casa. Nos contó que se pasó más de media hora tirando piedrecitas. Trataba de advertir a sus padres y hermanos que había llegado. El portero automático había decidido no funcionar esa noche.
A las tres de la madrugada se había acabado la excursión, una excursión que difícilmente se borrará de nuestro recuerdo. Acabo con unas palabras esta crónica de la excursión de «huertopavones», las decían en el inicio de un programa de TVE, lo hemos visto todos alguna vez, decía: «… el hombre es el único animal de la Tierra capaz de tropezar dos veces en la misma piedra, y a pesar de esto, ¿por qué no le damos una segunda oportunidad?».
A pesar de la oposición declarada al deporte del montañismo por grandes sectores de la población gerundense y del mismo colegio, más por ignorancia que por otra cosa, nuestra afición a la montaña no decae y las llamadas para organizar el campamento han sido más numerosas que nunca. Unos días en los que la gente desea pasar el calor submergiéndose casi desnuda en las azules aguas de nuestra Costa Brava sin pensar en las colas que habrá que hacer para poder llegar. Y es que cansarse por cansarse yo prefiero el Pirineo a las planícies. Menos mal que para neutralizar un poco la cosa nos han puesto un Governador civil que el campamento le debe agradecimiento por su jamón y otras delicias del mismo calibre.
PK está levantado desde las tres y todo el mundo llega puntual al lugar de reunión mostrando una cierta impaciencia para abandonar esta muy inmortal y a la vez muy contaminada ciudad de los cuatro ríos. Las ganas se acrecientan más si cabe cuando vemos llegar las cajas de melocotones un tercer domingo bastante caluroso de julio. Los coches se van llenando de cosas útiles y de gente. No encontramos ya respuesta a la pregunta de si falta algo más.
La despedida pasa por la desagradable aduana que es el río Guell rojo de sangre animal que nos empuja a salir cuanto antes a buscar las aguas puras del Pirineo. Antes de llegar a la fuente hemos de soportar el para y avanza de los barceloneses que van a tostarse la barriga a Castelldefels, los relieves suaves y huérfanos de vegetación de la zona de Cabra, el Segre a su paso por Lleida y su complejo piscinícola lleno a rebentar, el río Sosa totalmente seco pero con el recuerdo de una destrozadora crecida que hizo caer el puente que lo cruzaba, la alegre compañía de Pere F. y sus compañeros en Graus bajando del Aneto en un día precioso, la salida de la bajada del Ésera con piraguas, la dura prueba de ir detrás de un tractor cargado de paja a paso de pulga después de ir a velocidades vertiginosas, la compra de una docena de huevos y un pan de menos (compensadas con un bastoncito de más), las advertencias de PK en Benasque, y, finalmente, la cascada que hay llegando a la presa de Senarta que nos anuncia un buen remojón en el puente del Plan de Baños.
Recibidos los primeros encargos, y esquivando a los mosquitos, nos disponemos a poner las tiendas tarea difícil si tenemos en cuenta la gran cantidad de piedras y la inclinación del terreno, en el que nos hemos puesto por un mal entendido. Faena que no habrá más remedio que terminarla con la luz del butano. La cena tiene hoy un tanto de improvisación fruto de otro mal entendido. Pasamos con poca cosa pues tampoco es que hayamos gastado tantas energías a parte de los conductores. En la sobremesa se nota el sueño y otros factores psicológico-físicos por lo que en lugar de contar chistes salen encargos, historias pasadas y avisos para un futuro campamental mejor.
Lunes día 17 de julio de 1.978.
Nos levantamos a las ocho. El agua helada del Ésera despierta nuestro físico. Un par de vasos de leche con chocolate deshecho, galletas y mermelada preparan nuestro estómago para la apretada mañana que nos espera a los acampados.
Los corazonistas han tenido el buen corazón de dejarnos el mástil y sólo hay que desplazarlo y clavarlo entre unas piedras que van de perilla. En la cocina se desarrolla una tarea de búsqueda de losas, limpieza de ortigas, cálculo de la situación del fuego y la instalación de un cordel para colgar los utensilios. Con más pena que gloria avanza la excavación de un hoyo para la basura y la fabricación de una mesa de tal forma que para la comida ya la podremos usar eso sí vigilando no te caiga el cubierto, vaso o catimplora entre el ramaje de su superficie.
Después del café la parábola del niño que rompía geranios saliendo enfadado del vestuario porque había perdido el partido y que fue invitado por el profesor a plantarlo de nuevo me hace pensar que es lo que deberían practicar muchos de los ecologistas vociferantes de hoy día. Los practicantes de la montaña no solemos ir a patadas pero sí podemos utilizar indebidamente el piolet, las manos o la palabra. Sea como sea, con estos pensamientos en la cabeza empezamos a preparar la ascensión al Aneto por el valle de Coronas.
Los que tienen la suerte de hacer el camino hasta Vallhiverna a pie gozan del largo encanto de ver la maravillosa colección de cascadas que cuelgan de los verticales relieves de este valle tan característico. Los que tenemos que sufrir la agobiante prueba de hacerlo en coche con el objeto de subir el material de acampada y las mochilas reciben, para no dormirse, pesadas lecciones de geografía pirenaica y geología lacustre adornadas de comparaciones tan burdas como las que se establece entre el Lago de Banyolas con los de Cregüeña y Llosás. También presenciamos el paso de un rebaño de 2800 ovejas conducidas por dos únicos pastores y dos perros que son realmente algo que pronto veremos extinguir. Prueba de ello son sus quejas hacia el Ayuntamiento de Benasque por dejar pasar vehículos por esta pista y que les hacen ir mal en sus tareas cotidianas.
Con pesadas mochilas y tiendas emprendemos el camino de Coronas a paso calmoso. Tendremos que sacarnos el pañuelo del bolsillo para secar el sudor que nos cubre el rostro. Las peladas y retorcidas montañas de Vallhivierna y Culebras ofrecen un contraste patente con la cascada que ruidosa baja entre la hierba y los matojos del primer ibón de Coronas y las afiladas losas manchadas de nieve de la cresta de Cregüeña.
Un trueno, modesto por su ruido pero funesto por lo que anuncia, es el toque de atención. Algunos se dan prisa para plantar las tiendas pero en realidad no les da tiempo ni a poner la primera. Con la misma destreza que habían utilizado para clavar los clavos se disponen a desclavarlos y salir a esconderse. La tienda bajo una piedra y los que la ponían en una cueva cercana que resultará apta para ver los destellos de los rayos aunque tengo un molestísimo goteo que me va justo a la oreja. Los que vienen detrás sólo han podido llegar a un pequeño montículo que da justo encima del ibón y no nienen mas remedio que tumbarse al suelo con la única protección de su mochila ante el gran viento y pedrizo que les cae. Con el desconcierto se dejan en el lugar piolets, crampones y algún anorak.
Nota del traductor: querría ampliar el dantesco espectáculo que tuvimos… Yo estaba al final de la comitiva. Ni siquiera habíamos llegado al montículo. Teníamos enfrente la cascada que cae del ibón. En el grupo íbamos casi diez personas. La gente estaba más que aterrorizada. Para muchos era su primera excursión a la alta montaña. Se vio clarísimamente cómo el viento llegaba a tener tanta fuerza que el agua de la cascada no llegaba a caer al suelo. El viento huracanado y encajado levantaba por completo todo el agua de la cascada y la subía un centenar de metros con una violencia increíble. Agua por doquier de la lluvia y de la cascada. Un pedrizo nunca visto. Un chaparrón de los que hace historia. A todo esto vociferando espoleaba a la gente para ir al refugio de la cueva. Pero… cuando veías los rostros de la gente se veía claramente la expresión del horror… no avanzamos ni un paso así… hubo que esperar a que amainara… Pero la aventura no acaba así… Continua el cronista.
Pasados los primeros espantos y remojones acabamos todos bajo la gran cueva y nos cambiamos la ropa los que podemos.
Nota del traductor: ¿todos? igual como lo del Astérix… ¿todos, todos? ¡No! Resulta que los ánimos van calmándose bajo la cueva poco a poco y la gente se empieza a organizar. Ha parado de llover. Yo en eso que un no sé porqué cuento a los que estamos allí… ¿y? Pues que me faltan dos. Vuelvo a contar… Sí me siguen faltando dos… Le digo a Robert que disimuladamente cuente él… Y llega a la misma conclusión que yo. Faltan dos. Decidimos Robert y yo no decir nada a nadie. A PK le decimos que nos vamos a mear. Empieza el rastreo… Nada por aquí. Un piolet por allá. Un peazo tienda en esa rama. Una bolsa de comida en unas piedras. Y… ¡Por fin! Nos encontramos a los dos que nos faltaban. Acurrucados. Abrazados. Llorando… ¡de miedo! ¡de terror! Se habían quedado allí inmóviles y allí se hubieran quedado estoy seguro de ello si nadie va a por ellos. Una vez tranquilizados regresamos con el grupo… Continua el cronista.
Cuando para de llover es pronto pero oscurece pronto. Nos disponemos a plantar de nuevo las tiendas cerca del ibón y cenar un poco. Una especie de espanto y sordera acaba adueñando a todo el mundo. Un «broncón» que se queda paradójicamente sin respuestas. Se empieza a trabajar en silencio. Sigue faltando más material. Objetos de valor como los piolets y los crampones son necesarios para poder mañana subir al Aneto. Por suerte dos voluntariosos se pasan parte de la noche rastreando las cercanías y acaban dando con todo lo que falta justo en la cumbre del montículo. Nos ponemos a dormir entre las doce y la una de la noche. Aparecen las estrellas en el firmamento y con ellas la calma que le sigue a toda tormenta.
Martes día 18 de julio de 1.978.
El más impaciente se levanta a las cuatro. Un viento frío te hace venir una piel de gallina. Cuatro estrellas hacen que alguien empiece a tocar un impertinente pito a estas horas tan inoportunas. Nadie hace mucho caso al toque de diana y la verdad es que hacen bien. Finalmente se decide a despertar al jefe con el infalible sistema de hacerle cosquillas y percusión aunque no logra su objetivo a la primera. El viento y el frío han parado. La voz acaba siendo secundada y abandonamos el campamento a las cinco y media. Cuando el cielo se aclara unas nubes finas y no muy dispuestas a moverse hacen acto de presencia por el sur. Las piernas empiezan a enflaquecer y presienten nuevas tormentas como la de ayer. Poco tardamos en empezar a pisar grandes manchas de nieve no muy dura.
La llegada al segundo ibón constituye una alegría muy reconstituyente puesto que además del espectáculo que representan sus aguas azules, heladas en su zona central, comprendo que hemos pasado lo peor, el tarteral de piedra, y que ahora toca el turno a la nieve y a pasear. El tercer ibón es más grande y está totalmente helado. El bacon y la limonada tienen mucho éxito a pesar de que no son tan buenos como otras veces.
La larga subida por nieve hasta el collado de Coronas no se hace excesivamente pesada ya que la nieve está normal incluso tirando a dura en algunos lugares por lo que decidimos encordarnos con una visión del Posets sumamente animadora. El ibón Coronado con el hilo de agua que lo cruza y abandona por un hueco en el hielo viene a ser un oasis en este desierto de nieve y hielo «de dos brazos de ancho y cuatro o cinco de largo» que es el glaciar del Aneto. Llegando a él todavía hace falta realizar un último esfuerzo hasta la cumbre. Las palabras del poeta lo recuerdan y viendo el mar de nieblas con pequeñas islas y levantando la cabeza tímidamente por encima de la Vall d’Aran y del Garona francés me permito pronunciar junto con Verdaguer sus versos…
«los núvols, que voldrien volar sins a sa testa,
si no els hi puja l’ala de foc de la tempesta,
s’ajauen a sos peus».
Hay una rara calma del aire y eso que estamos por encima de los 3300 metros. El Sol deja sentir su carícia quemando nuestra cara y ablandando la nieve a nuestros pies de tal forma que casi me ahogo al andar en cordada muy lentamente. En las frecuentes paradas me entretengo a mirar la afilada cresta que del Coronas sale hacia la Maladeta y la gran cuenca que se forma bajo su protección, a La Forcanada que sobresale entre las nieblas y el Ibón de Barrancs que parece una gota de agua fundida al pie de un vaso de hielo. Después de estirar la cuerda unas cuantas veces llegamos a la plataforma que hay antes de pasar el paso de Mahoma. Son las once. Hemos de esperar que los grupos que han llegado antes que nosotros pasen este temible accidente geográfico. Una espera que se hace larga sin el líquido elemento y sin nada sólido que poder echarse al estómago. El corto trayecto hasta la cumbre más alta del Pirineo es algo más que entretenido y culmina en la cruz y la Pilarica que lo presiden.
Desde aquí se puede apreciar a la cresta sur que parece asequible junto con las paredes que flanquean el Tempestades. Las fotos de ritual. La alegría es desbordante para muchos que han logrado su primer tresmil.
En la bajada la nieve se hunde más, aunque no en exceso, hasta el collado de Coronas. Encontramos a varias cordadas que justo ahora estan subiendo y una de ellas viene del Coronas que nos explica que allí la nieve está más dura. El agua del ibón Coronado sirve para llenar las catimploras de vitaminas que nos hacían mucha falta y para imprimir un poco de cautela a nuestros movimientos en el siguiente tramo del camino. La cuerda para muchos resbalones y acaba presenciando formas de descenso un tanto peculiares.
Una dosis de preocupación y tristeza nos entra cuando oímos gritos de socorro y pánico mientras vemos caer y chocar con las piedras de la vertical brecha inferior de Llosás a un excursionista que la pretendía bajar sentado cuando nosotros estamos en el segundo ibón de Coronas. Intentamos hacer algo enseguida y en su auxilio pero vemos como los compañeros suyos llegan y nos indican que no es necesario que subamos por lo que marchamos desconociendo la magnitud del accidente. Mientras, los primeros que han bajado han desplantado las tiendas y emprendemos entre fuentes y cascadas por todos los lados la bajada hasta la pista.
Llegando al campamento base las cosas han cambiado un poco para hacer la cosa más emocionante. El río baja mucho más caudaloso y acelerado por debajo del puente de troncos, el viento ha tumbado un par de tiendas y ha repartido por doquier todos los objetos de la cocina. Sacrificamos el baño, ya que el Sol también se ha ido, con el objeto de arreglar pronto los desperfectos y hacer una comida-cena ya que hay hambre y tampoco se va a cocinar nada más. Una nueva tormenta traslada al estado mayor del campamento a Los Baños de Benasque y en el bar se respira un ambiente muy amigal y familiar al ritmo de las melodías de Antonio Machín. En el campamento hay alguien que ha estornudado tan fuerte (no es exactamente así) que ha hecho caer el palo de la tienda y acaban siendo infructíferos los esfuerzos para levantarlo de nuevo por lo que acaban durmiendo con la cosa tal cual. Mañana será otro día.