Todo empezó un domingo por la mañana a las 8.30 allí estábamos todos con las mochilas preparados para ir a la estación de Chamartín. Hicimos unas cuantas bromas al señor de información y cojimos el tren. Al cabo de unas horas llegamos a Cercedilla. Esperamos todos un rato y luego subimos a un trenecillo que nos llevó al puerto de Navacerrada. En ese tren hacía mucho calor porque la calefacción la tenían al máximo.
Una vez llegamos al sitio buscamos las llaves. Pero, ¿qué pasa? Pues que las llaves se habían perdido o nos las habíamos olvidado en Madrid. No sabíamos qué hacer. Queríamos comer y teníamos frío. Pero nuestro héroe Carlos P. resulta que al apoyarse en una ventana simplemente se le abrió inesperadamente. Pablo L-P. se coló dentro y se dirigió a la puerta para intentarla abrir pero no lo logró de ninguna forma al estar cerrada totalmente. Lo que sí pudo hacer fue abrir el marco de la ventana para que pudiéramos entrar todos por ella. Pasamos todos, comimos y nos fuimos a jugar con los trineos. La diversión duró toda la tarde. Por la noche nos metimos en la casa, siempre por la ventana, encendimos fuego y cenamos. Después de la tertulia nos introducimos en los sacos y nos dormimos.
A la mañana siguiente nos separamos. Unos se fueron a trinear y nosotros (Miguel J., Chema L-P., José Mª C. y yo) nos fuimos a subir la Bola del Mundo por la vertiente de Navacerrada. Comimos en la cima. Por cierto, nos costó mucho trabajo la ascensión al estar la nieve muy helada y tuvimos que hacer nosotros mismos escalones con el piolet. Bajamos a Valdesquí haciendo «Barriga-Plast». Es una técnica inventada por nosotros para el descenso de las montañas. Consiste en tumbarse boca abajo, se dirije la dirección con los brazos, se frena con los pies y se coje velocidad al deslizarse por el hielo. Altamente recomendable por lo increíblemente divertido que es.
Por la carretera llegamos a Cotos. Una vez estamos en la estación como faltaba una hora para que llegara el primer tren decidimos bajar andando hasta el puerto. Dos horas más tarde nos contábamos los dos grupos lo bien que nos lo habíamos pasado. Volvimos a colarnos en la casa por la ventana y esta noche ya no fue tan difícil conciliar el sueño.
El martes trineamos un poco y con el trenecillo bajamos a Cercedilla. Luego ya con un tren de verdad fuimos de Cercedilla a Madrid. Llegamos por la tarde.
Espero que os haya gustado la historia. No os durmais. Quiero llegar a ser periodista. Adiós.
Nota del webmaster MJ: Quique cuando me escribió esta historia tenía once años …
Ya estaba el campamento de Semana Santa organizado. Después de numerosas conversaciones por los pasillos de la Escuela, llamadas telefónicas a los amigos, gestiones pendientes resueltas, … ya sólo quedaba por decidir el sitio. A mediados de semana empeora el tiempo y se pone a llover para no dejarlo de hacer hasta que empezaron las clases. Llega el día de salir. Está lloviendo. Las predicciones meteorológicas no preveen cambios en un intérvalo bastante largo.
Con intervenciones rápidas Miguel se hace cargo de la situación atmosférica en toda la península. Por la noche han llegado unos amigos de Roma. Dicen que en la salida de Zaragoza, en los puertos de montaña, estaba nevando y que eran necesarias las cadenas. A la mañana siguiente hay noticia de que Caín está aislado por la nieve y que en Andújar (Jaén) lleva media semana lloviendo y que los habitantes de ese lugar no conocían tal suceso desde hacía mucho tiempo. En Madrid asistíamos a un fabuloso panorama ofrecido por una tormenta eléctrica espectacular. Quedaban así descartadas, una a una, las posibilidades de ir a los Pirineos, Picos de Urbión, Picos de Europa, Sierra Nevada, Guadarrama y Gredos. No valía la pena hacer un gasto importante para luego tener que pasar todos los días metidos en un refugio. No hay más remedio que aplazar la salida y así se comunicó a todos los componentes la triste decisión. La excursión será el primer fin de semana de mayo. El jueves supimos la notícia que unos montañeros zaragozanos estuvieron todos esos días en el refugio de Góriz sin poder regresar. De pensar que nosotros queríamos ir a pernoctar esos días en el Lago Helado de Marboré se me hiela todo el cuerpo.
A media semana mejora el tiempo y el fin de semana vuelve a empeorar. Llega el viernes, no hay clase, es el primer día de mayo y Miguel no se decide a salir. Por la mañana le llama Juan. Está dispuesto a ir a donde sea. Miguel le dice que no tiene organizado nada.
– «Si salgo este fin de semana ya te lo diré con tiempo por delante …».
Después de una breve conversación Miguel se va a estudiar. Antes de comer hay otra llamada telefónica, es Jesús. El jueves en clase le dijo a Miguel que quería salir de excursión y ahora llamaba para concretar. Proponía subir al Peñalara. Miguel le dijo que se pensaría el itinerario y que le llamaría en el caso de que saliera ya que estaba poco animado. Sobre las cinco Miguel ve un aviso telefónico. Ha llamado José Carlos y que volverá a llamar. A Miguel no le hace mucha astucia para adivinar el porqué de esta nueva llamada, a pesar de todo, se cerciora. Coge el cuaderno de direcciones y le llama. Efectivamente, está organizando una excursión.
José Carlos en el aparato hace la pregunta fatídica a Miguel.
– «¿Te vendrías de excursión?».
En un instante le viene a la cabeza una multitud de excusas todas válidas para la ocasión. Está lloviendo, tengo que estudiar, si salgo dormiré poco, estaré incómodo, hace mucho frío, se come mal o mejor dicho fatal, me voy a perder un rico desayuno de bollo, la cucharilla del postre, el aperitivo de la comida, por supuesto no disfrutaré de la merienda, llegaré a cenar tarde y se lo habrán comido todo, tendré que llevar a cuestas toda la excursión las tiendas de campaña, hay que ponerse a buscar que alguien nos deje un coche y para colmo de males volverá a estar todo el peso de la excursión y la responsabilidad que con ello comporta sobre mi persona, … cualquiera de ellas es razón suficiente para echarse atrás, pero … Miguel, en un arrebato típico de locura, le dice a José Carlos que está dispuesto a salir. Se decide. Siempre antes de salir de excursión la pereza entra a matar.
José Carlos tiene un amigo dispuesto a salir y le quedan todavía tres amigos por localizar. Miguel llama a Jesús y a Juan y les dice que llamen a sus amigos para ver si van a acompañarnos. Llega la noche. Unas llamadas y queda concertada la hora. A las seis de la tarde del sábado 2 en Alenza, 20. Es la estación de autobuses de «La Continental». Salen en principio Jesús, Juan, José Carlos, Enrique y Miguel.
Por la mañana Miguel se acaba de decidir. Pide comida para la excursión y se pone a llamar a sus amigos. Se apunta de última hora Narcís y a media mañana unos amigos suyos del colegio. Estupendo. Todo parece indicar que saldrán esta vez unas diez personas.
A las dos de la tarde Miguel va a preparar la mochila. Una idea escalofriante le pasa por la cabeza. Las tiendas de campaña no las revisaron en la última salida que se hizo con ellas y si no recuerdo mal explicaron que les había llovido. Así era. Se guardaron húmedas y ahora estaban totalmente podridas. ¡Qué se le va a hacer! Esto de que las cosas son de todos tiene este problema que al final no son de nadie y aunque era una tienda estupenda habrá que tirarla. Pero como nos eran necesarias las pone a secar al Sol mientras comía.
Después de comer acabó de prepararlo todo y se fue a esperar al autobús que le tenía que dejar en Cuatro Caminos. Un paseo por el barrio con todo el material, las dos tiendas, dos pares de botas y tres sacos de dormir. El autobús para no perder la costumbre, ni pecar de originales en las líneas de la EMT, llegó tardísimo. Tanto era así que cuando entró en la estación de autobuses el otro autobús ya estaba a punto de salir. Estaban, como de costumbre, los padres de Juan entreteniendo al chofer con una animada conversación con el objeto de que se le pasara la hora de la salida.
Nos subimos todos al final del autobús después de haber logrado un retraso inicial de diez minutos ya que, para colmo, Miguel intentó conseguir descuento en el precio del billete por el motivo que fuera. El billete normal costaba 280 pesetas hasta Rascafría. Lo de la familia numerosa coló de nuevo. Finalmente éramos siete. Juan que está en primero de Informática, Roberto que hace segundo, Narcís ha llegado este año para hacer Montes, José Carlos acabará Arquitectura este año, Enrique hace cuarto de Caminos y Miguel y Jesús primero de Aeronáuticos. Todos ingenieros y animados a realizar una travesía desde Rascafría hasta Cotos pasando por toda la cresta.
El viaje fue largo. Más de dos horas. El conductor dio toda la vuelta a la Sierra y nos gratificó con algunas visitas turísticas por los pueblos de la zona. En un par de ocasiones incluso lo vitoreamos y aplaudimos como nunca. La razón era porque se salía de la Nacional se recorría unos dos kilómetros por un camino malísimo, llegaba al pueblo, hacía las maniobras oportunas en la plaza mayor del mismo y sin que se subiera ni bajara nadie reemprendía la marcha otra vez hacia la Nacional por el mismo camino anterior. Llegamos a Rascafría a las ocho y media.
Compramos vino para la bota y algo de comida. Repartimos el peso y nos fuimos a las afueras del pueblo. Instalamos las tiendas mientras otros recogían leña por la zona capitaneados por el estudiante de ingeniero de montes Narcís.
A las nueve ya ardía un fabuloso fuego y estábamos todos a su alrededor dando buena cuenta de las aceitunas y vino de aperitivo. Le sucedieron a continuación los bocadillos, tortillas, avellanas y fruta. Encontramos a faltar una sopa pero nos propusimos que en la próxima excursión ya no fallaría. La tertulia se alargó hasta la una principalmente porque se acabó la leña y el vino. Se decidieron a hacer un vivac Juan y José Carlos mientras los demás nos distribuimos entre las dos tiendas.
Tardó poco a entrar Juan en la tienda tiritando de frío y nos dice que José Carlos está durmiendo muy agusto. Le hicimos sitio y nos durmimos todos.
Por la mañana nos despertó un caballo y los pitidos de Narcís. Quería ahuyentar al animal con un reclamo de cercetas. Eso sí, con el horroroso silbato nos dejó la zona despejada. El caballo marchó seguramente aterrorizado y por allí no apareció absolutamente ninguna cerceta ni macho ni hembra por lo que todavía hoy no sé qué aspecto debe tener este presunto bello pájaro. Todo estaba encapotado.
El ánimo decaído. Pero Narcís y Roberto nos sacaron de las tiendas hacia las siete. Hacía mucho frío. Recogimos las tiendas y empezamos la excursión. Ya desayunaremos más tarde. Cuando pudiéramos parar en un río que le diera algo el Sol.
El valle estaba precioso. Cuerda Larga a la izquierda y completamente cubierta por la nieve. Al fondo del valle estaba la Bola del Mundo reconocible por su repetidor de televisión. Detrás cerraba el valle Rascafría, El Paular y allá a lo lejos el pantano de Lozoya. Arriba hacia dónde nosotros nos dirijíamos estaba totalmente cubierto por la niebla. Sólo nos daba esperanza de mejora el fortísimo viento del Norte que hacía.
Los turnos para llevar las mochilas se fueron sucediendo y después de desayunar a las 12.15 llegamos a la primera cima de la travesía y, por consiguiente, a la cresta. Habíamos superado 920 metros de desnivel en unas tres horas y cuarto. La niebla lo cubría todo. El viento era muy fuerte. La nieve estaba muy blanda y nos hundíamos hasta la rodilla. Tratábamos de pisar, en todo instante, piedras o matas ya que lo preferíamos para evitar agotarnos inútilmente.
Siguiendo las pisadas del primero llegamos a la segunda cima del día que según el mapa se llama Nevero Alto (2139 m). Paramos para comer detrás de un pequeño muro que había y nos protegía del viento. El que estaba mejor estaba tiritando de frío, con los pies calados y las botas llenas de agua. Nos comimos todo lo que llevábamos. Estuvimos luego tomando el Sol para recuperar fuerzas. Antes de salir de la protección nos pertrechamos lo mejor que pudimos. Anoraks, ventisqueros, guantes, pasamontañas, polainas, plásticos, … ¡de todo! Unas fotos y a la carga otra vez. El Peñalara estaba muy distante todavía. Mientras estuvimos parados se despejó un poco y pudimos apreciar lo que nos quedaba.
Llegamos a la Laguna de los Pájaros pasadas las tres y como Miguel recuerda algo del verano pasado intuye que el mapa está equivocado y en realidad el Peñalara está detrás de todo el macizo que teníamos delante. Estamos todos cansados, muertos de frío y para colmo hay que atravesar una zona en la que el torb hace de las suyas. Echamos mano a los pasamontañas y a través de la nube de nieve intentaremos rodear el macizo sin perder altura. Es muy alentador ver como en estas circunstancias tan adversas todavía hay quienes se ofrecen por llevar las mochilas de los que parece que están más cansados conscientes de que ello implicará un mayor hundimiento relativo en la nieve. Recordemos que todos los componentes de la marcha éramos estudiantes a ingenieros y tenemos bastante dominado el tema de la fuerza por unidad de superfície, es decir, del concepto de presión. Avanzamos con mucha dificultad y a la hora larga divisábamos ya la Laguna Grande del Peñalara. Estábamos cerquísima del refugio aunque no lográbamos dar con él. Estudiamos la situación y decidimos perder altura y lanzarnos tumba abierta hacia una caseta que se veía allí a lo lejos.
José Carlos y Enrique decidieron hacerlo por la hierba y los demás por la pendiente de nieve. Juan dio varias volteretas debido a que el descenso se hacía con medio cuerpo hundido en la nieve polvorizada. Al llegar al llano, en el que se encontraba la caseta, Miguel quedó atrapado por el barro que formaba el riachuelo y con algo de habilidad y algún que otro susto pudo salir de la encerrona. No evitó, por ello, acabar de mojarse y ensuciarse medio cuerpo. Una vez en la caseta paramos para reagruparnos. ¿Qué sorpresa tendríamos todos al vernos? Pues que habíamos caído cinco en el mismo barrizal.
Estuvimos estudiando los horarios de los trenes. Eran las cinco y media. El último era a las nueve. Había que cojerlo como fuese. No sabíamos a dónde iba el camino aunque nos ofrecía cierta seguridad que hubiera pintadas en la caseta unas marcas con una franja blanca y roja. Miguel se puso en cabeza para marcar un ritmo rápido y a las seis ya divisábamos la estación de Cotos allá a lo lejos. A las seis y diez nos encontrábamos en el vestíbulo. Enrique se percata que ha perdido la cartera con la documentación y Miguel, muy seguro, le dice que ha vivido casos similares y que al final en todos ellos se acabó con la recuperación de la misma. A las seis y veinte salimos en dirección a Cercedilla. Media hora de espera en el transbordo y a las nueve menos cuarto entramos en Chamartín.
José Carlos acerca a Miguel a su casa con el coche ya que lleva todo el material colectivo de la excursión y a las diez todos estamos en la ducha. Nos volveremos a encontrar para ver las diapositivas.
ESTA CRÓNICA TRATA DE EXPLICAR CÓMO MIGUEL J. PASÓ A LA FAMA EN EL COLEGIO MAYOR. Crónica de la ascensión al Peñalara (2430 metros).
Todo empieza en el desayuno. La actividad del mayor se empieza a oír. Como siempre el encargado de las comidas pregunta al personal lo habitual: ¿tarde?, ¿pronto?, ¿normal?… Y es un martes 16 de julio cuando el encargado oye algo poco común. Es Miguel quién da la nota excepcional, pide ni más ni menos que doce comidas de excursión para un día y a la hora de merendar. Él toma nota de lo pedido y de momento ya hay una gestión resuelta.
Pasan las horas y la gente se apunta y desapunta con una rapidez inverosímil y nunca visto. Total, a la hora de la merienda están dispuestos a salir siete personas y al acabar la merienda ya no quiere salir nadie. El día es magnífico, ¡qué capacidad de raje!
A las nueve, tras una reunión de urgencia se deciden a salir seis son: Emilio, Manolo, Pedro, Ramón, José Carlos y Miguel. En dos minutos se hacen las mochilas, se cogen las tiendas de campaña, mantas, las comidas y Ramón se hace con un brazalete que no viene al caso lo que ponía en él.
Después de un cortísimo diálogo entre Miguel y Ramón y motivados por la pereza optamos por dejar las tiendas en el colegio ya que Miguel recuerda un lugar, cercano a Cercedilla, en el que podremos pernoctar. El uno de mayo había dormido en un refugio que estaba en el antiguo campamento de la OJE. Después de avisar a José Carlos que empezábamos a salir, cojimos todos los bártulos y nos dirijimos al autobús. Ramón parecía que se iba a una manifestación, con sus vaqueros, playeras y brazalete. Manolo se camuflaría perfectamente entre los guerrilleros de Biafra. Pedro no hacía más que preguntar. Emilio parecía que iba a participar a algún número de un festival. Miguel llevaba una indumentaria himaláyica y el centro de todas las guasas pasó a ser el calzado: las botas de montaña.
Como es usual entramos a la estación de Chamartín a todo correr. José Carlos batiendo el récord en puntualidad aún llegó más tarde. Al fin ya estábamos instalados en el último tren que salió hacia Cercedilla. El viaje fue para todos sensacional, hubo quienes se pusieron a contemplar el anochecer, otros intercambiaron opiniones políticas, también hubo quien aprovechó la ocasión para conocer gente nueva y cómo no, que mejor ocasión en el tren y de excursión al monte puede haber para repasar algo del Millán Puelles.
Así que llegamos al final del trayecto. Nos bajamos y preparamos las cosas para empezar a andar. Atención, es de noche, luego hará falta una linterna. Ni corto ni perezoso Miguel saca la frontal y después de encenderse un instante se apaga para no volver a lucir en el resto de la noche. Ha logrado aguantar todas las pruebas que le somete Emilio y se niega a lucir. La bombilla se ha fundido. Da igual, Miguel recuerda bien el camino y la Luna brilla lo suficiente para poderse orientar.
Hay un cierto clima de desconfianza y de buen humor. Miguel empieza a andar en dirección al túnel y es necesaria una buena argumentación del caso para convencer a los demás que realmente el camino va por allí. Efectivamente, después de unos zigzags nos situamos por encima del túnel, pasamos a través de unos chalets y llegamos a la carretera. Cruzamos más tarde una valla que se utiliza para que no se escape el ganado de esa zona y empezamos a andar por un camino de herradura que circunvala el pueblo. Al hacerse éste demasiado largo y al oír siempre de Miguel que tuviéramos paciencia, ya queda poco, son sólo cinco minutos, … empezaron de nuevo los disturbios. En este ambiente aparece un coche que viene en dirección contraria. Pedro con su enorme afán de preguntarlo todo va y para el coche, les interroga y obtiene de ellos información del emplazamiento del campamento. Parece que existe tal lugar, el coche venía de allí, hay un atajo que se coje a unos 100 metros, al lado de un poste de la luz. Andamos un poco y después de cruzarnos con animales vacunos cogemos el susodicho camino.
Ya no se ve casi nada. El camino asciende a través del bosque. Miguel recuerda de la vez anterior que pasamos cerca de un riachuelo y ésta vez también se oye el ruido del mismo. Andamos en fila india. Hay cierto temor. Ramón recuerda a Miguel que no nos separemos mucho y para evitarlo Miguel se sitúa detrás de la comitiva. El camino asciende por una áspera pendiente. Un momento. Se ha parado la cabeza de la expedición. ¿Qué pasa?, pregunta Miguel a Ramón. Llegan noticias del grupo de cabeza. Hay un toro durmiendo en mitad del camino. Silencio. Miguel decide ver cómo se puede pasar sin despertar al animal. Avanza adelantando a los demás que están parados sin decir nada. Efectivamente, es un gran animal. Miguel se acerca y lo rodea con sumo cuidado. Silencio absoluto. Y … con un grito, precedido de algunos tacos Miguel exclama: «son unos vulgares matojos». Sin más encuentros desafortunados seguimos avanzando. Era más tarde de medianoche. Después de mucho andar se vuelven a amotinar las gentes. Miguel afirma que ya queda poco y todos los demás, unánimemente, propugnan que nos hemos equivocado de camino, además tienen un argumento a su favor: se ven las luces de un campamento allí, en la colina vecina. Miguel acepta volver hacia atrás dado la hora que es y al ver como posibilidad el dormir con los de ese campamento.
Pasamos a toda velocidad por los matojos antes citados y al poco llegamos a la carretera. Avanzamos un poco y nos encontramos un enorme poste eléctrico y una senda que subió constantemente al lado del río. Llegamos al campamento. Era el sitio dónde había estado Miguel unos meses antes.
Nos acercamos a la tienda de los jefes del campamento y tratamos de advertir nuestra presencia. No viene al caso citar la hora exacta, creo que será suficiente decir que ya era muy tarde. Pretendíamos que nos dejaran dormir en alguna tienda de las que ya tenían instaladas. Bebimos del agua que nos ofrecieron y optamos por hacer lo que nos aconsejaron: ir a otro campamento a preguntar puesto que el refugio también lo usaban ellos. Mantuvimos una conversación con los cocineros, gracias a Pedro que quiso cerciorarse de nuevo por dónde teníamos que ir; y esta vez consiguió que nos encendieran todas las luces del comedor para que viéramos algo de camino.
Íbamos ya hacia el segundo campamento de la zona, el de Icona. El otro anterior era de profesores y estudiantes de Educación Física. A mitad de camino se nos cruza un Land-Rover pilotado por el encargado o algo semejante del campamento que ya habíamos visitado. Sería muy largo de explicar, resumiendo, podemos decir que inició la conversación Pedro, quería saber dónde estaba el campamento del Icona — tenía sobre su cabeza un enorme cartel que ponía: «ICONA» y detrás había una enorme cantidad de tiendas de campaña; a lo mejor no lo había visto —. El señor del Land-Rover nos dijo que no convenía dormir debajo de un árbol ya que la zona estaba llena de toros bravos y que como los demás campamentos también estaban llenos lo mejor que podíamos hacer era ir a Cercedilla de nuevo y dormir en la estación. Después de un «si buana» por nuestra parte se fue. El campamento del Icona estaba totalmente vacío. Habría más de treinta tiendas a nuestra disposición. Después de unos pequeños y poco importantes altercados entre nosotros estábamos cenando en mitad del campamento a la luz de una vela y con la intención de ir a dormir en la segunda tienda empezando por la derecha. Hacía mucho frío. Nos cenamos casi toda la comida que llevábamos. Algunos decían que era mejor estar allí por si venía alguien a echarnos. Así podría ver que no teníamos intención de dormir en el campamento, simplemente queríamos cenar allí y no nos habíamos apercatado de que hubiese ninguna tienda a nuestro alrededor. Era lógico.
Después de cenar nos distribuimos por la tienda y luego algunos nos fuimos a contemplar las estrellas durante un rato, que se alargó al estar entre mantas y con un ambiente bastante agradable. Al fin, después de una gratísima tertulia nos fuimos todos a la tienda. Pedro sacó un pijama y Emilio resurgió. No paró de cachondearse durante un buen rato, Manolo inmediatamente entró en resonancia y se organizó un cisco que se prolongó hasta altas horas de la noche. Se metieron de nuevo con todos. Sería larguísimo.
Suena el despertador, hay que regresar a Cercedilla, todos se levantan rápidamente puesto que hemos pasado una noche con mucho frío y el que menos tiene todas las marcas de las maderas sobre las que habíamos dormido. Miguel sale el primero de la tienda, ve que será un día espléndido y … ¡NO! Sorpresa, había a menos de seis metros una cabaña llena a rebosar de colchonetas y mantas. Después de no pocos comentarios y de beber el agua de la fabulosa fuente que había al lado de la cabaña nos fuimos a Cercedilla. Casi perdemos el funicular. Llegamos sin incidentes a Cotos. Compramos una botella de vino y nos desayunamos todo lo que nos quedaba de comida. Conviene decir que se acordó con cinco votos a favor y uno en contra llamar «Cerro de Huertopavones» al lugar que recorrimos la noche anterior sin encontrar el campamento prometido tan insistentemente.
Se formaron dos grupos para subir al Peñalara: Miguel y Ramón subieron por el camino hasta el collado que forma el Peñalara con las Dos Hermanas, pasaron por el refugio y la laguna; y el otro grupo, formado por los demás expedicionarios, decidieron crestear desde el principio coronando, así, las Dos Hermanas. Nos reunimos, de nuevo, en el collado y ya desde allí subieron a la cima: Pedro, Manolo, José Carlos y Miguel invirtiendo desde la estación hasta la cumbre un total de 1 hora y 37 minutos. Se quedaron en el collado Ramón y Emilio descansando sobre una tartera de piedras. Al llegar Miguel de regreso al collado Ramón, que se encontraba tumbado literalmente sobre las piedras, ve una lagartija y ni corto ni perezoso pide a Miguel que le dé rápidamente una piedra para matarla ….
Tras un cambio de impresiones de decide bajar, a lo bruto, hacia La Granja. Miguel prefiere bajar por el camino puesto que el último tramo tiene mucha vegetación y sería fácil perderse y no llegar en muchas horas al destino. Como lo que impera es la democracia bajamos todos por el sitio de máxima pendiente. Aparte de todos los comentarios que hubo al respecto, Miguel decidió a partir de entonces dejarse llevar por dónde dijeran los demás y dedicarse a contemplar el paisaje. Quedé asombrado de lo llano que es la Meseta Castellana, no di crédito a lo que veía, empecé a comprender que los profesores de geografía no exageran ni un milímetro. Si alguien quiere comprobarlo le recomiendo que se suba al Peñalara y no dará fe a lo que vea. Es fabulosamente plana.
Llegamos al bosque y decidieron parar un poco. Después de ponderar qué árbol sería el mejor escogieron el que estaba rodeado de más pinchos y plantas variadas. Tanto da. Son pequeñeces sin trasfondo. Había interés por saber a la hora que llegaríamos a La Granja. Al decir Miguel que no llegábamos ni a la hora de cenar se apostó sobre la marcha una cerveza. Miguel propugna que no llegamos a La Granja a la hora de cenar y los demás unánimemente creen que sí llegaremos. Es todo un duelo de titanes.
La bajada es larga de explicar. Con tal de ganar la apuesta nos metimos por todos los sitios posibles y por algunos de imposibles. Llegamos a marchar por caminos que llevaban el sentido contrario, otros que subían y siempre con un Sol de justicia que animaba al equipo expedicionario. A medio andar paramos de nuevo. Al lugar se le llamó para la posteridad: «Lavapies».
Ya, al entrar al pueblo, se veía que se había ganado la apuesta a Miguel. Es lógico que hubiera cierto clima de alegría. La cuestión es que tardamos para ir del Peñalara hasta La Granja de San Ildefonso un total de 4 horas. Entramos en el pueblo cantando la conocidísima canción de … «en la granja los animales se divierten como tales …» y le seguía un extraño enfado de los residentes del lugar.
A todo esto nos encontramos a Carlos y sus huestes. Emilio se avalanzó sobre ellos y les dijo: «os sobra algo de comer, llevo desde el desayuno sin comer nada …». Saciado ya, recuerda son conocidos y procura tener un detalle de agradecimiento para con ellos. Carlos vista la situación que presentamos prefiere ignorarnos y hacer como que no nos conoce. Así es. No tardaron en desaparecer. Nos dejaron, eso sí, la comida que les quedaba y creo recordar que nos preguntaron si queríamos que nos pidiesen una cena tarde. ¿Por qué sería? Al día siguiente nos contaron que se fueron a Segovia en taxi.
Averiguamos dónde salía el autobús y a qué hora. Nos sobraba tiempo. Acabábamos de perder uno. Decidieron que era la hora de ajustar las cuentas. Había una deuda pendiente: la cerveza apostada. Aprovechamos también para comer. Cerveza, chocolate, pasas y manzanas fue toda la comida-aperitivo. Desde luego, no fue todo lo abundante que hubiéramos deseado.
Al ir a pagar las cervezas Miguel vió en el interior de la mochila una luz muy brillante. «Una luciérnaga, se me ha metido en la mochila una luciérnaga», exclamaba. Al intentar sacarla del interior cual fue su sorpresa cuando comprobó que la citada luciérnaga no era ni más ni menos que la linterna que se negó a lucir en toda la noche anterior.
Para calmar los ánimos fuimos a visitar los jardines de La Granja de San Ildefonso que han pertenecido hasta hace poco a todas las dinastías reales para su uso y disfrute. Al entrar nos empezó a seguir el guarda. Tras unos intentos fallidos de esquivarle nos alcanzó. Nos dijo: «no están permitidos los bultos en este recinto, si hicieran el favor, me podrían acompañar hasta este almacén y guardarlos allí durante la visita». Como era una buena idea la aplaudimos y le acompañamos. Dejamos las mochilas y cinco pesetas a cambio de una monedilla de plástico con un número impreso en ella. Un jardinero nos estuvo contando cosas acerca de los jardines. Emilio y Manolo se pasaron toda la visita imitando posiciones de las estatuillas de las fuentes. Se nos acabó el tiempo, fuimos a por las mochilas y los demás bártulos. Les dimos la monedilla y a cambio nos dieron todos los bultos que habíamos dejado. Pedro estaba algo perplejo y antes de que preguntara nada nos lo llevamos a rastras. Quería saber por qué no se nos había devuelto también las cinco pesetas …
Llegamos a la ventanilla del autobús. No quedan billetes. Hay que esperar al próximo. Como el próximo era al día siguiente Ramón, hombre de experiencia, supo utilizar métodos que al tratar con hispanos son infalibles. Efectivamente, qué casualidad, quedaban ni más ni menos que seis billetes por vender … Todo resuelto. Subimos al bus y llegamos a Segovia hacia las 7.30. De nuevo la experiencia triunfó sobre la audacia de Emilio. Quedaban diez minutos para que saliera el tren. En un tramo de 200 metros se preguntó a casi todo el mundo si realmente íbamos bien para llegar a la estación. Emilio en la carrera se adelantó un poco y entró en una tienda para comprar vino, pan y chorizo. Pidió medio kilo de chorizo y al ver que la señora empezaba a cortarlo a rodajas se impacientó.
Llegamos a la estación corriendo. Emilio con la comida recién comprada. El último tren a Madrid del día ya entraba por el andén. José Carlos va a distraer un poco al maquinista dándole conversación. Manolo al jefe de la estación. Pedro introduce las mochilas lo más lentamente que puede. Ramón está pagando todos los billetes. Y Miguel está rellenando el cupón para que le hagan el descuento por ser de familia numerosa. Todos esperando a que Miguel rellene el cupón en cuestión. Finalmente, subimos todos al tren.
Comimos lo que compró Emilio y después de estar parados a la luz de la Luna y a unos 20 kilómetros de Chamartín unas cuantas horas llegamos a Madrid con un retraso ya usual en las líneas de ferrocarril españolas.
Esperamos el autobús unos tres cuartos de hora y al ver que no pasaba preguntamos al conductor de otra línea que sucedía. Nos confirmó lo que nos suponíamos. El último pasó a media noche y ese autobús era también el último y nos dejaba a mitad de camino. Hubo que hacer un último pequeño paseo a pie para llegar.
Una vez nos abrieron la puerta, cosa que se logró despertando a medio colegio mayor, nos duchamos en los vestuarios y cenamos ya al fin. Tranquilamente.
José Carlos una vez lo dejamos en la estación también tuvo sus problemas para llegar a casa. Nos contó que se pasó más de media hora tirando piedrecitas. Trataba de advertir a sus padres y hermanos que había llegado. El portero automático había decidido no funcionar esa noche.
A las tres de la madrugada se había acabado la excursión, una excursión que difícilmente se borrará de nuestro recuerdo. Acabo con unas palabras esta crónica de la excursión de «huertopavones», las decían en el inicio de un programa de TVE, lo hemos visto todos alguna vez, decía: «… el hombre es el único animal de la Tierra capaz de tropezar dos veces en la misma piedra, y a pesar de esto, ¿por qué no le damos una segunda oportunidad?».