Había sido un mal año en el aspecto montañero y la verdad es que no lo queríamos terminar sin un tresmil o una montaña de cierto carácter que sirviera, a la vez, para sellar la mayoría de edad de Robert y probar todos la montaña invernal.
Es por esto que cuando tomó forma la idea de ir al Peguera haciendo noche en el Josep Mª Blanc en la noche de Luna nueva del mes de noviembre no fueron suficientes para minorar nuestros ánimos ni para evitar que nos pusiéramos las mochilas en las espaldas y bajar las escaleras ni el timbrazo del despertador ni las pequeñas nubes que se distinguían a través de la ventana.
En las escaleras del metro se hacían adelantamientos peligrosos y arriesgados y contaba mentalmente la cantidad de minutos que faltaban para empezar el trabajo.
Los autocares de la Alsina Graells que íbamos dejando atrás iban llenos de corazones que buscaban sus orígenes en su tierra natal y los estrechos aparcamientos del Pas de Terradets se llenaban de utilitarios mientras sus ocupantes se disponían a abrirse paso en la vertical pared hasta reencontrarse de nuevo con la luz.
En la salida del Pas de Collegats, la carretera y los campos todavía eran blancos por la helada y las vacas de Llavorsí, igual que los machos de Espot con sus atuendos, justo salían del pueblo cuando iba a ser justo el medio día. Todos tienen su horario.
Informados del «status-quo» característico, dejamos el coche al inicio del Parque y enfilamos la pista del Estany Negre. Les Agudes van emergiendo, desafiantes y esbeltas, detrás de nuestras espaldas y nos invitan a tomar aliento para que las contemplemos mientras que delante nuestro nos ofrece un amplio deleite los lomos de nuestras montañas fronterizas con Andorra y el Pallars que el Sol bajo va pintando … La canal que nos sorprende al girar una curva pronto desaparece bajo el camino y éste se viste de nieve y de hielo.
Tres horas de agradable andar nos llevan hasta el refugio justo para gozar con los últimos rayos solares de la visión del gran circo de montañas que desde este espléndido mirador se domina.
Nos damos prisa para ponernos los jerseys y hacer la única comida completa del día aprovechando las últimas luces y hacer algo de fuego.
Pronto nos damos cuenta que, a pesar de la soledad del sitio no estamos totalment huérfanos, se va abriendo paso en el ancho cielo y en nuestra estancia una Luna clara y redonda que enamora y en su luz vemos proyectarse nuestros cuerpos en la nieve, lucir las montañas del valle como si se tratara del mismísimo Sol y proyectarse en los cristales del refugio la llama del fuego quemando el hielo del estanque. Con estas imágenes de encantamientos nos sumergimos en la rojiza superfície de nuestros sacos cuando los relojes marcan las ocho y cuarto preveyendo el largo día que nos espera.
Cuando el despertador y sus manecillas marcan las tres y cuarto la Luna sigue brillando y el aire no tiene la frescura de ayer.
Recogida la casa y calentado el estómago con un buen vaso de leche vamos a cruzar el río por debajo de la presa del Estany de la Cabana no sin antes haber aguantado más de una que otra hundida en la nieve. Para bordear este estany lo hacemos a cierta altura lo que nos va a obligar a realizar alguna desgrimpada y seguir después a medio aire el promontorio rocoso que se endereza por encima de la Coveta hasta un torrente que nos llevará a un estany sin nombre situado entre los dos brazos de cresta que se desprenden del Monastero. Con tantas subidas y bajadas pasamos mucho tiempo y en realidad no hemos ganado, prácticamente, nada de altura aparte de perder un poco la referencia del lugar exacto en el que estamos hasta el punto que confundimos el Saburó Inferior, que está desafiante delante nuestro, con el Peguera Inferior que queda mucho más allá y que ahora no lo vemos.
Cruzamos el estany mencionado por el medio de su superficie helada hasta llegar a un pequeño collado donde un cartel indica los caminos que conducen al Peguera y al Mainera. Seguimos hacia el Peguera pero el estado deplorable de la nieve y la sombra amigable de la Luna nos conducen a cruzar el río que baja de los estanys de Peguera y a ganar, aunque penosamente, altura en dirección a la cresta de nuestra izquierda. Un enrrojecimiento brillante va tiñiendo el cielo detrás el Muntanyò y nos paramos a comer alguna cosa.
Es pronto y el día se presenta inmejorable pero hemos subido mucho y ahora nos espera un largo flanqueo si queremos llegar a encontrar el collado de Monastero – Peguera por lo que decidimos escalar por una canal de nieve y pedruscos hasta encontrar la cresta. Cuando la culminamos son las ocho el Sol ha subido a caballo de la cresta de les Maineres y las rocas cimeras del Monastero van cojiendo color mandarina. A nuestros pies duermen un plácido sueño todos los estanys de la cuenca del Estany Negre y el refugio que nos ha acogido mientras que la aguja con forma de avión de nuestra izquierda se presta por unos momentos a hacernos creer que somos escaladores y la cresta de nuestra derecha parece ofrecernos un paseo aéreo. La emprendemos contentos y superamos, normalmente por el lado del Mainera, las pequeñas pruebas que nos piden las cantiagudas rocas de granito esquistoso de la afilada cresta. Mientras, estamos embobalicados del dulce despertar de las montañas que nos depara el paseo y con una media hora conquistamos una primera cumbre de unos 2850 metros de altura de los cuatro que tiene el Saburó Inferior.
La pendiente es muy acusada por los dos lados y la cresta hasta el Saburó, más o menos horizontal en el primer tramo, baja a un collado a unos 2800 metros y se enfila, posteriormente, encrespada hasta el Tuc de Saburó que tiene 2911 metros y muy rota, a continuación, hasta el Peguera con sus 2982 metros siempre con clapas de nieve intercaladas y no ofrece aparentemente excesivas dificultades. Aún y así las apariencias engañan y los frecuentes flanqueos obligados por los dos lados con presas seguras aunque distantes al principio (II), un paso a superar por presión desaciéndose previamente de las mochilas y ganando altura con la altura del compañero que se hunde en la nieve justo antes de la última cumbre del Saburó Inferior (III) y cuatro o cinco flanqueos algo extraplomados con no muy buenas presas en la bajada (III) hacen que no lleguemos al collado hasta eso de las diez de la mañana.
Disfrutamos un rato del Sol precioso de esta mañana mientras nos ponemos crema solar en la cara y hacemos algo de sitio en las mochilas comiéndonos lo que llevamos. Éstas no son muy pesadas, aunque si son voluminosas, por la presencia de los sacos ya que la idea de bajar por Sant Maurici o la Valleta Seca nos hizo cargar con ellos.
Los ciento diez metros de desnivel que nos faltan se nos hizo interminables. Primero es una desgrimpada por una piedra húmeda e insegura hasta encontrar la nieve, de la vertiente del Mainera, el flanqueo de 8 a 10 metros por la deshecha nieve de una pala con un 65% de desnivel y el avance penoso por ésta hasta reencontrar la vertical y afilada cresta. Después son diversos flanqueos por la piedra-nieve del lado de Peguera (II) y el paso siguiente al filo de la cresta que nos hacen entretenernos y sufrir, ya que no llevamos cuerda, de forma tal que cuando alcanzamos una de las inclinadas cumbres del Saburó son ya las doce menos cuarto. Un mar de nubes cubre la parte baja de Cabdella pero las nevadas y afinadas crestas de los Muntanyò, Mainera, Subenuix, Peguera, Monastero y Encantats en primer término y de los macizos del Posets, Maladeta y Pica d’Estats un poco más lejos bajo el cielo azulísimo y presididos por un conjunto de estanys helados o líquidos nos invitan a una placentera estancia que sólo se ve molestada por el frío viento y el pensar lo que nos falta bajar.
Empezamos a perder altura en dirección al Peguera a eso de las doce y cuarto. Espantosas verticalidades nos convencen de no ir por el lado de Cabdella y la emprendemos, después de un flanqueo por la piedra mojada (II), primero por el lado de Peguera y después por las canales de nieve buscando en la medida que nos sea posible presas en la roca (pasos de IV) del lado de Capdella hasta que la cresta hace una ventana (una hora).
La bajada por pendientes de roca helada cubiertas sólo por una fina capa de nieve, mediante pequeñas y distantes presas en la roca mojada hasta encontrar la pala de nieve nos lleva casi otra hora por lo que nos hace definitivamente abandonar la idea de regresar por Sant Maurici a pesar de las esperanzas que habíamos puesto.
La nieve del trozo que nos queda no es tan pesada como nos hubiéramos presupuesto y sí que lo es, en cambio, la del trozo final entre los estanys de La Coveta y Tort al querer pasar el lomo por este lado cosa que nos representa un conjunto de desgrimpadas y rasguños mientras contemplamos los últimos rayos de luz del Sol dorando al Muntanyò. Llegamos finalmente a la presa del Estany Tort a las cinco y cuarto y al coche a las siete y cuarto después de unas 15 horas de larga y divertida caminata.
La noche nos va a deparar una saburo-sa cena, un pequeño susto y un montón de curvas que podemos tomarnos el lujo de cojerlas por la izquierda justo antes de llegar a la autopista y a Barcelona cuando ha pasado la una de un día plenamente saboreado.
ESTA CRÓNICA TRATA DE EXPLICAR CÓMO MIGUEL J. PASÓ A LA FAMA EN EL COLEGIO MAYOR. Crónica de la ascensión al Peñalara (2430 metros).
Todo empieza en el desayuno. La actividad del mayor se empieza a oír. Como siempre el encargado de las comidas pregunta al personal lo habitual: ¿tarde?, ¿pronto?, ¿normal?… Y es un martes 16 de julio cuando el encargado oye algo poco común. Es Miguel quién da la nota excepcional, pide ni más ni menos que doce comidas de excursión para un día y a la hora de merendar. Él toma nota de lo pedido y de momento ya hay una gestión resuelta.
Pasan las horas y la gente se apunta y desapunta con una rapidez inverosímil y nunca visto. Total, a la hora de la merienda están dispuestos a salir siete personas y al acabar la merienda ya no quiere salir nadie. El día es magnífico, ¡qué capacidad de raje!
A las nueve, tras una reunión de urgencia se deciden a salir seis son: Emilio, Manolo, Pedro, Ramón, José Carlos y Miguel. En dos minutos se hacen las mochilas, se cogen las tiendas de campaña, mantas, las comidas y Ramón se hace con un brazalete que no viene al caso lo que ponía en él.
Después de un cortísimo diálogo entre Miguel y Ramón y motivados por la pereza optamos por dejar las tiendas en el colegio ya que Miguel recuerda un lugar, cercano a Cercedilla, en el que podremos pernoctar. El uno de mayo había dormido en un refugio que estaba en el antiguo campamento de la OJE. Después de avisar a José Carlos que empezábamos a salir, cojimos todos los bártulos y nos dirijimos al autobús. Ramón parecía que se iba a una manifestación, con sus vaqueros, playeras y brazalete. Manolo se camuflaría perfectamente entre los guerrilleros de Biafra. Pedro no hacía más que preguntar. Emilio parecía que iba a participar a algún número de un festival. Miguel llevaba una indumentaria himaláyica y el centro de todas las guasas pasó a ser el calzado: las botas de montaña.
Como es usual entramos a la estación de Chamartín a todo correr. José Carlos batiendo el récord en puntualidad aún llegó más tarde. Al fin ya estábamos instalados en el último tren que salió hacia Cercedilla. El viaje fue para todos sensacional, hubo quienes se pusieron a contemplar el anochecer, otros intercambiaron opiniones políticas, también hubo quien aprovechó la ocasión para conocer gente nueva y cómo no, que mejor ocasión en el tren y de excursión al monte puede haber para repasar algo del Millán Puelles.
Así que llegamos al final del trayecto. Nos bajamos y preparamos las cosas para empezar a andar. Atención, es de noche, luego hará falta una linterna. Ni corto ni perezoso Miguel saca la frontal y después de encenderse un instante se apaga para no volver a lucir en el resto de la noche. Ha logrado aguantar todas las pruebas que le somete Emilio y se niega a lucir. La bombilla se ha fundido. Da igual, Miguel recuerda bien el camino y la Luna brilla lo suficiente para poderse orientar.
Hay un cierto clima de desconfianza y de buen humor. Miguel empieza a andar en dirección al túnel y es necesaria una buena argumentación del caso para convencer a los demás que realmente el camino va por allí. Efectivamente, después de unos zigzags nos situamos por encima del túnel, pasamos a través de unos chalets y llegamos a la carretera. Cruzamos más tarde una valla que se utiliza para que no se escape el ganado de esa zona y empezamos a andar por un camino de herradura que circunvala el pueblo. Al hacerse éste demasiado largo y al oír siempre de Miguel que tuviéramos paciencia, ya queda poco, son sólo cinco minutos, … empezaron de nuevo los disturbios. En este ambiente aparece un coche que viene en dirección contraria. Pedro con su enorme afán de preguntarlo todo va y para el coche, les interroga y obtiene de ellos información del emplazamiento del campamento. Parece que existe tal lugar, el coche venía de allí, hay un atajo que se coje a unos 100 metros, al lado de un poste de la luz. Andamos un poco y después de cruzarnos con animales vacunos cogemos el susodicho camino.
Ya no se ve casi nada. El camino asciende a través del bosque. Miguel recuerda de la vez anterior que pasamos cerca de un riachuelo y ésta vez también se oye el ruido del mismo. Andamos en fila india. Hay cierto temor. Ramón recuerda a Miguel que no nos separemos mucho y para evitarlo Miguel se sitúa detrás de la comitiva. El camino asciende por una áspera pendiente. Un momento. Se ha parado la cabeza de la expedición. ¿Qué pasa?, pregunta Miguel a Ramón. Llegan noticias del grupo de cabeza. Hay un toro durmiendo en mitad del camino. Silencio. Miguel decide ver cómo se puede pasar sin despertar al animal. Avanza adelantando a los demás que están parados sin decir nada. Efectivamente, es un gran animal. Miguel se acerca y lo rodea con sumo cuidado. Silencio absoluto. Y … con un grito, precedido de algunos tacos Miguel exclama: «son unos vulgares matojos». Sin más encuentros desafortunados seguimos avanzando. Era más tarde de medianoche. Después de mucho andar se vuelven a amotinar las gentes. Miguel afirma que ya queda poco y todos los demás, unánimemente, propugnan que nos hemos equivocado de camino, además tienen un argumento a su favor: se ven las luces de un campamento allí, en la colina vecina. Miguel acepta volver hacia atrás dado la hora que es y al ver como posibilidad el dormir con los de ese campamento.
Pasamos a toda velocidad por los matojos antes citados y al poco llegamos a la carretera. Avanzamos un poco y nos encontramos un enorme poste eléctrico y una senda que subió constantemente al lado del río. Llegamos al campamento. Era el sitio dónde había estado Miguel unos meses antes.
Nos acercamos a la tienda de los jefes del campamento y tratamos de advertir nuestra presencia. No viene al caso citar la hora exacta, creo que será suficiente decir que ya era muy tarde. Pretendíamos que nos dejaran dormir en alguna tienda de las que ya tenían instaladas. Bebimos del agua que nos ofrecieron y optamos por hacer lo que nos aconsejaron: ir a otro campamento a preguntar puesto que el refugio también lo usaban ellos. Mantuvimos una conversación con los cocineros, gracias a Pedro que quiso cerciorarse de nuevo por dónde teníamos que ir; y esta vez consiguió que nos encendieran todas las luces del comedor para que viéramos algo de camino.
Íbamos ya hacia el segundo campamento de la zona, el de Icona. El otro anterior era de profesores y estudiantes de Educación Física. A mitad de camino se nos cruza un Land-Rover pilotado por el encargado o algo semejante del campamento que ya habíamos visitado. Sería muy largo de explicar, resumiendo, podemos decir que inició la conversación Pedro, quería saber dónde estaba el campamento del Icona — tenía sobre su cabeza un enorme cartel que ponía: «ICONA» y detrás había una enorme cantidad de tiendas de campaña; a lo mejor no lo había visto —. El señor del Land-Rover nos dijo que no convenía dormir debajo de un árbol ya que la zona estaba llena de toros bravos y que como los demás campamentos también estaban llenos lo mejor que podíamos hacer era ir a Cercedilla de nuevo y dormir en la estación. Después de un «si buana» por nuestra parte se fue. El campamento del Icona estaba totalmente vacío. Habría más de treinta tiendas a nuestra disposición. Después de unos pequeños y poco importantes altercados entre nosotros estábamos cenando en mitad del campamento a la luz de una vela y con la intención de ir a dormir en la segunda tienda empezando por la derecha. Hacía mucho frío. Nos cenamos casi toda la comida que llevábamos. Algunos decían que era mejor estar allí por si venía alguien a echarnos. Así podría ver que no teníamos intención de dormir en el campamento, simplemente queríamos cenar allí y no nos habíamos apercatado de que hubiese ninguna tienda a nuestro alrededor. Era lógico.
Después de cenar nos distribuimos por la tienda y luego algunos nos fuimos a contemplar las estrellas durante un rato, que se alargó al estar entre mantas y con un ambiente bastante agradable. Al fin, después de una gratísima tertulia nos fuimos todos a la tienda. Pedro sacó un pijama y Emilio resurgió. No paró de cachondearse durante un buen rato, Manolo inmediatamente entró en resonancia y se organizó un cisco que se prolongó hasta altas horas de la noche. Se metieron de nuevo con todos. Sería larguísimo.
Suena el despertador, hay que regresar a Cercedilla, todos se levantan rápidamente puesto que hemos pasado una noche con mucho frío y el que menos tiene todas las marcas de las maderas sobre las que habíamos dormido. Miguel sale el primero de la tienda, ve que será un día espléndido y … ¡NO! Sorpresa, había a menos de seis metros una cabaña llena a rebosar de colchonetas y mantas. Después de no pocos comentarios y de beber el agua de la fabulosa fuente que había al lado de la cabaña nos fuimos a Cercedilla. Casi perdemos el funicular. Llegamos sin incidentes a Cotos. Compramos una botella de vino y nos desayunamos todo lo que nos quedaba de comida. Conviene decir que se acordó con cinco votos a favor y uno en contra llamar «Cerro de Huertopavones» al lugar que recorrimos la noche anterior sin encontrar el campamento prometido tan insistentemente.
Se formaron dos grupos para subir al Peñalara: Miguel y Ramón subieron por el camino hasta el collado que forma el Peñalara con las Dos Hermanas, pasaron por el refugio y la laguna; y el otro grupo, formado por los demás expedicionarios, decidieron crestear desde el principio coronando, así, las Dos Hermanas. Nos reunimos, de nuevo, en el collado y ya desde allí subieron a la cima: Pedro, Manolo, José Carlos y Miguel invirtiendo desde la estación hasta la cumbre un total de 1 hora y 37 minutos. Se quedaron en el collado Ramón y Emilio descansando sobre una tartera de piedras. Al llegar Miguel de regreso al collado Ramón, que se encontraba tumbado literalmente sobre las piedras, ve una lagartija y ni corto ni perezoso pide a Miguel que le dé rápidamente una piedra para matarla ….
Tras un cambio de impresiones de decide bajar, a lo bruto, hacia La Granja. Miguel prefiere bajar por el camino puesto que el último tramo tiene mucha vegetación y sería fácil perderse y no llegar en muchas horas al destino. Como lo que impera es la democracia bajamos todos por el sitio de máxima pendiente. Aparte de todos los comentarios que hubo al respecto, Miguel decidió a partir de entonces dejarse llevar por dónde dijeran los demás y dedicarse a contemplar el paisaje. Quedé asombrado de lo llano que es la Meseta Castellana, no di crédito a lo que veía, empecé a comprender que los profesores de geografía no exageran ni un milímetro. Si alguien quiere comprobarlo le recomiendo que se suba al Peñalara y no dará fe a lo que vea. Es fabulosamente plana.
Llegamos al bosque y decidieron parar un poco. Después de ponderar qué árbol sería el mejor escogieron el que estaba rodeado de más pinchos y plantas variadas. Tanto da. Son pequeñeces sin trasfondo. Había interés por saber a la hora que llegaríamos a La Granja. Al decir Miguel que no llegábamos ni a la hora de cenar se apostó sobre la marcha una cerveza. Miguel propugna que no llegamos a La Granja a la hora de cenar y los demás unánimemente creen que sí llegaremos. Es todo un duelo de titanes.
La bajada es larga de explicar. Con tal de ganar la apuesta nos metimos por todos los sitios posibles y por algunos de imposibles. Llegamos a marchar por caminos que llevaban el sentido contrario, otros que subían y siempre con un Sol de justicia que animaba al equipo expedicionario. A medio andar paramos de nuevo. Al lugar se le llamó para la posteridad: «Lavapies».
Ya, al entrar al pueblo, se veía que se había ganado la apuesta a Miguel. Es lógico que hubiera cierto clima de alegría. La cuestión es que tardamos para ir del Peñalara hasta La Granja de San Ildefonso un total de 4 horas. Entramos en el pueblo cantando la conocidísima canción de … «en la granja los animales se divierten como tales …» y le seguía un extraño enfado de los residentes del lugar.
A todo esto nos encontramos a Carlos y sus huestes. Emilio se avalanzó sobre ellos y les dijo: «os sobra algo de comer, llevo desde el desayuno sin comer nada …». Saciado ya, recuerda son conocidos y procura tener un detalle de agradecimiento para con ellos. Carlos vista la situación que presentamos prefiere ignorarnos y hacer como que no nos conoce. Así es. No tardaron en desaparecer. Nos dejaron, eso sí, la comida que les quedaba y creo recordar que nos preguntaron si queríamos que nos pidiesen una cena tarde. ¿Por qué sería? Al día siguiente nos contaron que se fueron a Segovia en taxi.
Averiguamos dónde salía el autobús y a qué hora. Nos sobraba tiempo. Acabábamos de perder uno. Decidieron que era la hora de ajustar las cuentas. Había una deuda pendiente: la cerveza apostada. Aprovechamos también para comer. Cerveza, chocolate, pasas y manzanas fue toda la comida-aperitivo. Desde luego, no fue todo lo abundante que hubiéramos deseado.
Al ir a pagar las cervezas Miguel vió en el interior de la mochila una luz muy brillante. «Una luciérnaga, se me ha metido en la mochila una luciérnaga», exclamaba. Al intentar sacarla del interior cual fue su sorpresa cuando comprobó que la citada luciérnaga no era ni más ni menos que la linterna que se negó a lucir en toda la noche anterior.
Para calmar los ánimos fuimos a visitar los jardines de La Granja de San Ildefonso que han pertenecido hasta hace poco a todas las dinastías reales para su uso y disfrute. Al entrar nos empezó a seguir el guarda. Tras unos intentos fallidos de esquivarle nos alcanzó. Nos dijo: «no están permitidos los bultos en este recinto, si hicieran el favor, me podrían acompañar hasta este almacén y guardarlos allí durante la visita». Como era una buena idea la aplaudimos y le acompañamos. Dejamos las mochilas y cinco pesetas a cambio de una monedilla de plástico con un número impreso en ella. Un jardinero nos estuvo contando cosas acerca de los jardines. Emilio y Manolo se pasaron toda la visita imitando posiciones de las estatuillas de las fuentes. Se nos acabó el tiempo, fuimos a por las mochilas y los demás bártulos. Les dimos la monedilla y a cambio nos dieron todos los bultos que habíamos dejado. Pedro estaba algo perplejo y antes de que preguntara nada nos lo llevamos a rastras. Quería saber por qué no se nos había devuelto también las cinco pesetas …
Llegamos a la ventanilla del autobús. No quedan billetes. Hay que esperar al próximo. Como el próximo era al día siguiente Ramón, hombre de experiencia, supo utilizar métodos que al tratar con hispanos son infalibles. Efectivamente, qué casualidad, quedaban ni más ni menos que seis billetes por vender … Todo resuelto. Subimos al bus y llegamos a Segovia hacia las 7.30. De nuevo la experiencia triunfó sobre la audacia de Emilio. Quedaban diez minutos para que saliera el tren. En un tramo de 200 metros se preguntó a casi todo el mundo si realmente íbamos bien para llegar a la estación. Emilio en la carrera se adelantó un poco y entró en una tienda para comprar vino, pan y chorizo. Pidió medio kilo de chorizo y al ver que la señora empezaba a cortarlo a rodajas se impacientó.
Llegamos a la estación corriendo. Emilio con la comida recién comprada. El último tren a Madrid del día ya entraba por el andén. José Carlos va a distraer un poco al maquinista dándole conversación. Manolo al jefe de la estación. Pedro introduce las mochilas lo más lentamente que puede. Ramón está pagando todos los billetes. Y Miguel está rellenando el cupón para que le hagan el descuento por ser de familia numerosa. Todos esperando a que Miguel rellene el cupón en cuestión. Finalmente, subimos todos al tren.
Comimos lo que compró Emilio y después de estar parados a la luz de la Luna y a unos 20 kilómetros de Chamartín unas cuantas horas llegamos a Madrid con un retraso ya usual en las líneas de ferrocarril españolas.
Esperamos el autobús unos tres cuartos de hora y al ver que no pasaba preguntamos al conductor de otra línea que sucedía. Nos confirmó lo que nos suponíamos. El último pasó a media noche y ese autobús era también el último y nos dejaba a mitad de camino. Hubo que hacer un último pequeño paseo a pie para llegar.
Una vez nos abrieron la puerta, cosa que se logró despertando a medio colegio mayor, nos duchamos en los vestuarios y cenamos ya al fin. Tranquilamente.
José Carlos una vez lo dejamos en la estación también tuvo sus problemas para llegar a casa. Nos contó que se pasó más de media hora tirando piedrecitas. Trataba de advertir a sus padres y hermanos que había llegado. El portero automático había decidido no funcionar esa noche.
A las tres de la madrugada se había acabado la excursión, una excursión que difícilmente se borrará de nuestro recuerdo. Acabo con unas palabras esta crónica de la excursión de «huertopavones», las decían en el inicio de un programa de TVE, lo hemos visto todos alguna vez, decía: «… el hombre es el único animal de la Tierra capaz de tropezar dos veces en la misma piedra, y a pesar de esto, ¿por qué no le damos una segunda oportunidad?».
Son las nueve y diez de la mañana. Es Sant Narcís (la fiesta local de la ciudad de Girona). El Toika todavía está cerrado. Vamos a tomar café al Saratoga. Salimos con una hora de retraso. Barcelona la cruzamos por la calle Aragón y nos embarcamos por la ruta de los camiones. Quedamos que nos encontraríamos a la salida de Barcelona para hacer un cambio de conductores. Albert no se para y, además, se pasa la salida de Martorell y de Sant Sadurní de largo. Sale de la autopista, finalmente, por Vilafranca. Pasamos por Sant Quintí y en La Panadella nos encontramos con el Sr. Antoni A. que ha salido una hora más tarde que nosotros de Girona. Son las doce y decidimos variar el plan de ir a Ordesa para encaminarnos hacia el túnel de Viella. Comemos en la Pobla de Segur, en la cantina de la estación, y podemos comprobar algunos arreglos en la subida al coll de Perves con sus 14 paellas. En la bajada del coll de Viu el milquinientos hace algunas falsas explosiones aunque logra llegar al Pont de Suert. Allí los niños salen de la escuela, dando y esparciendo por el pueblo esta alegría infantil que todo lo invade. Pedro P. juega con el perro del Auto Control. Compramos aceite y coñac. No arreglan casi nada pero podemos llegar hasta el túnel. Oscurece. El refugio del lado de la carretera está cerrado. Un poco más arriba distinguimos unas casas. Subimos por la carretera y con sólo mirar las puertas éstas se abren. Vemos una luz y se oye alguien que habla. Una mujer nos atiende muy bien. Nos dice que podemos dormir allí en el pajar de enfrente que nos lo enseña. Este pajar tiene la cualidad de tener luz eléctrica …
Nos disponemos a hacer la cena: sopa, salchichas que salpican de mala manera hasta el extremo de tocarme el ojo, costillas, tortillas, huevos, vino, … ¿qué más quereis? Mientas tanto organizamos la comida y provisiones para la excursión de mañana. Objetivo: el Tuc de Mulleres (3010 m), tercer intento. La noche es fría pero se está bien.
Hoy es jueves. El día, mejor dicho, la noche es buena. Algunas estrellas cubren la bóveda del cielo. Con las luces el túnel toma un color rojo y enfrente se abre el valle que hemos de recorrer.
El primer problema, como siempre, es cruzar el río. El Noguera Ribagorçana que precisamente nace bajo el Mulleres. Casi no hay Luna y las pilas hacen poca luz. Al cruzarlo Quim B. deja volar la linterna y va a parar al río.
Por el bosque hemos de vigilar las ramas que por menos de dos reales te rascan la nariz. Después la subida se hace más tranquila.
Hemos de cruzar unas cuantas veces el río. El camino está marcado con montoncitos de piedras. Hacemos. Hacen. Un pequeño pica pica i después MP y yo nos metemos por una canal que hemos de salvar todo lo que sobresale con difíciles maniobras. El camino va subiendo mientras sale el Sol que hoy tiene un tono rojizo. Pero de repente se alegra nuestro corazón cuando vemos brillar por encima de unas peñas el refugio del Mulleres, situado a 2160 metros y que lo inauguraron el día que subí al Besiberri Nord. Es metálico, tiene unas literas a cada lado y una mesita con provisiones. A un lado de la puerta el botiquín y en el otro el libro registro. No hay agua por lo que hay que deshacer un poco el camino recorrido para obtenerla.
Pedro P., Cayetano I. y Quim B. se quedan en el refugio. Los demás seguimos y pronto se maravillan nuestros ojos cuando se nos aparece una ristra de tres lagos helados. Más arriba todavía hay otro. El día es bueno y no se ve difícil la cosa. Vendrán pronto las dudas y a medida que subimos no sabemos si es el pico de la derecha o el de la izquierda. Albert va hacia el de la izquierda. PK, y más tarde los demás, hacia la derecha. Pero vamos equivocados. Bajamos un poco y, viendo que la pala de nieve es un poco empinada, nos calzamos los crampones. Hoy los estrena un servidor. Nos encordamos. Se quedan MP y Lluís B. Por unos momentos el hielo se endurece y no hace mucha gracia la pendiente de nieve que dejamos atrás.
Dejamos los crampones y la cuerda en unas rocas y con un poco de cuidado llegamos al collado: el panorama es magnífico.
Arriba sopla por unos momentos el viento que no nos estorba para poder mirar el macizo de la Maladeta que se extiende delante nuestro: Russell, Tempestades, Aneto, Maladeta, Punta Astorg, Alba, Forcanada, Bessiberris, Coma lo Forno, Montarto, Cap de Toro y los estanys Tort, del Mulleres, Barrancs, etc. Abajo nuestros compañeros. Son las doce y hace siete horas que hemos salido del túnel que se divisa al fondo del valle.
Al bajar por las piedras hay que mirar por donde se ponen los pies. La nieve se hunde. Llegamos al refugio y pensando encontrar comida resulta que no queda nada. Unos se adelantan y van a Viella a telefonear, los demás «xino-xano» bajamos mientras PK nos recuerda los intentos anteriores que ya son historia.
En el túnel comemos un poco y nos vamos a Viella. A la salida de túnel nos para la Guardia Civil. El coche sigue haciendo puf-puf.
Al anochecer el valle se llena de penumbras y parece que las montañas estén de duelo. De duelo porque el día ha muerto. Cenamos en el pajar: las espinacas son deliciosas y no lo son menos las butifarras. Cuando llega la hora de hacer algo de tertulia todo el mundo tiene sueño: es que el día ha sido un poco pesado. Es justo el momento para meditar lo absurdo que es subir montañas. Lo absurdo que para aquellos que lo sienten de veras estar en la Naturaleza se convierte en un privilegio y en una satisfacción como ninguna otra en el mundo: es el premio de un sacrificio que el que no lo ha realizado no lo puede gozar.
No tarda en aparecer un gato por la ventana. Al día siguiente encontramos a faltar alguna cosa y es que el gato se lo ha comido. Fuera parece que nieva. El Mulleres está cubierto de nieblas. El agua es fría y los platos no se limpian de ninguna forma.
Me había olvidado decir que ayer, cuando llegamos, la gente ya estaba durmiendo y nos dieron la excusa de que se pensaban que cenaríamos en Viella. Hoy hacen buen papel. También podemos ver cómo cargan los grandes troncos de pino y haya justo al lado del túnel.
Poco después de iniciar la bajada el coche ya falla. Lo hemos de apretar subiéndonos en él a la carrera. Repetimos, de vez en cuando, las maniobras hasta Bono. Entramos en un túnel con las luces apagadas y, pensando que ya no se abrirán, salimos con las luces encendidas. Encontramos un coche de la policía. Eso no es nada si pensamos que después de parar un rato y volver a arrancar nos encontramos a cuatro seguidos que, por suerte, no nos ponen ninguna multa. Mientras PK ha bajado al Pont de Suert a buscar un mecánico. Han sido momentos de nerviosismo y de intranquilidad para él. Después con el Mehari bajamos todos a comer a «El Cortijo». Nos arreglan el coche justo antes de empezar a llover y nos dirijimos hacia Graus por la carretera que inauguraron el domingo pasado. Antes nos para la policía y resulta que el Mehari no lleva el seguro al día. Peor es el otro coche que lleva matrícula de Cáceres, el propietario es de Palafrugell, el conductor de Tarragona y reside en Girona. Pasamos una serie de túneles abiertos por los acantilados del río Isábena y que al final se encuentra el monasterio de Obarra.
En Graus no está el padre de MP. Le telefoneamos y nos dice que no ha podido venir. Nos dirijimos hacia Benasque pero nos quedamos en Campo a dormir. La gente del pueblo son muy abiertos y tienen el Turbón como un gran tesoro. Lástima que el sábado amanece lloviendo y en vistas del mal tiempo regresamos.
Comemos en Alfarràs guardando el recuerdo de lo que hemos visto y nos encontramos a Pep B. un chico de Sabadell que vive en París.
Pasando por el túnel del Brucs me viene a la mente el recuerdo de aquel otro túnel gracias a él una comarca muerta como era la vall d’Aran ha cobrado nueva vida y hemos podido subir al Tuc de Mulleres. Los recuerdos de la montaña nunca se olvidan …